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Daniel A. Carrión: a 135 años de su inmolación médica por conocer la verdad
Carrión fue un mártir por entregar su vida en bien de la investigación temprana del mal de la ‘verruga peruana’ (bartonelosis). Su ejemplo inspiró a decenas de generaciones de médicos en el Perú.
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El espíritu de pionero se impuso en un médico joven como Daniel Alcides Carrión, quien perdió la vida en la clínica Maison de Santé, el 5 de octubre de 1885. Hace 135 años. Pero el estudio de su caso derivó, dentro de la historia de la medicina peruana, en dos corrientes: una de corte épica, emotivo, adjetival que califica ciegamente de “hazaña médica” lo que hizo el joven médico; y otra de orden crítico que sitúa el gesto de Carrión en un contexto social, cultural y médico determinado.
En un estudio del médico e investigador Óscar Pamo Reyna (“Daniel Carrión: mito y realidad”, Revista Médica Herediana, vol. 14, Nº 4, Lima oct. 2003), se reconoció el aporte del doctor Uriel García Cáceres (ex ministro de Salud), quien en 1972 ya daba una visión de un Carrión lejos de la hagiografía y más cercano a su momento histórico y científico. Un Carrión humano y real para entender su sacrificio en bien del estudio de una enfermedad que diezmaba a la población de la década de 1880.
La llamada “Enfermedad de Carrión” (“bartonelosis humana”) era un mal infeccioso, cuya bacteria era el “bartonella bacilliformis”. Se transmitía por un mosquito, el “titira” (lutzomya verrucarum) que ingresa al cuerpo humano parasitándolo y afectándolo según el grado de respuesta de su sistema inmunológico. El “titira” vivía en los valles transandinos, entre los 500 m. y 3.000 m.
Desde hace más de 50 años que todo el proceso de infección está detectado y es tratado adecuadamente: desde el periodo de incubación, el periodo febril, el asintomático y luego el de las lesiones en la piel o “verrugas”, que es la parte final y menos peligrosa. Pero eso variaba según las reacciones inmunológicas de los pacientes. Carrión, como la mayoría de los médicos de su tiempo, no tenía este conocimiento del proceso infeccioso, pero sí eran testigos del efecto sanitario y social de la bacteria en las comunidades más indefensas del país.
Pamo indicó: “Tratar de conocer y comprender esta enfermedad constituyó uno de los quehaceres primordiales de la investigación médica nacional desde 1890 hasta más o menos 1970 en que la enfermedad se hizo infrecuente debido a la campaña de fumigación para el control de la malaria y al desarrollo de los antibióticos”.
A los 28 años, Daniel A. Carrión, nacido en Cerro de Pasco en 1857, hijo de un médico ecuatoriano, vivió una experiencia límite. Fue estudiante, primero, en el colegio Nuestra Señora de Guadalupe y luego en la Facultad de Ciencias de la Universidad Mayor de San Marcos de 1877 a 1879; y pasó luego a la Facultad de Medicina del mismo centro de estudios desde 1880. Es allí donde se interesó cada vez más en cómo enfrentar médicamente la popular “verruga peruana”, que tanto dolor y muerte generaba en el Perú desde hacía más de diez años.
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Debido a las dificultades de estudiar Medicina en medio de una ciudad ocupada por las fuerzas enemigas chilenas, entre 1881 y 1883 (en medio de la Guerra del Pacífico), Carrión pudo empezar su internado recién en 1885, en el Hospital de San Bartolomé. Es allí donde su experiencia clínica fue vital en su visión científica, a través de los pacientes con la enfermedad de la “verruga peruana”.
El investigador Pamo señaló algo clave en su estudio: “La prueba de que Carrión estuvo interesado en la enfermedad de verrugas fueron las nueve historias clínicas que dejó y que tratan sobre pacientes verrucosos”. Eran historias que se iniciaron en ese quinquenio (1881-1885) y que pertenecían a los hospitales San Bartolomé y Dos de Mayo. En este último local halló más casos que entusiasmaron su espíritu de médico investigador.
En esas condiciones, no solo con valor intrépido, sino especialmente con un alto sentido de espíritu científico es que Carrión se inoculó el suero que extrajo luego de rasgar las verrugas de un paciente en el Hospital Dos de Mayo. Era fines de agosto de 1885. Pamo, en la publicación citada, aseguró: “El concepto de un agente infeccioso transmisible sería posterior y los estudios de microscopía óptica aún no se habían llevado a cabo en el país”.
El tiempo representaba para Carrión, sin duda, más muertes por esa enfermedad. Una gran preocupación médica por acortar ese tiempo, con más conocimiento del tema, lo motivó a este acto voluntario y lúcido. No era extraño este tipo de inoculaciones en aquellos tiempos de un innegable positivismo que influyó en Carrión, donde la experimentación era lo que otorgaba el verdadero conocimiento. El investigador Pamo lo confirmó: “Antes y después de Carrión muchos investigadores médicos recurrieron a las inoculaciones como medio supremo de hacer algún descubrimiento notable”.
El 2 de octubre, según Pamo, estaba en mal estado, muy delgado y deshidratado. Carrión pensó que estaba en la fase febril de la enfermedad. Era claramente una infección generalizada. Por más juntas médicas formadas a su alrededor, con tratamientos médicos que eran efectivos hasta ese momento, nada parecía mejorarlo. Carrión anotaba en su diario lo que sentía, el proceso, los síntomas; sus anotaciones eran lo más importante para él.
La pérdida de la memoria y las convulsiones fueron lo último que le sobrevino. No había duda de que su organismo respondía a la infección de distinta manera y no hubo antibióticos y otros procedimientos médicos actuales que hubieran podido salvarle la vida. El 4 de octubre fue llevado a la Maison de Santé para el último recurso de una transfusión sanguínea, pero esta no se pudo hacer en el momento preciso. Con el pulso débil, como relata Pamo, y una cada vez más grave dificultad para respirar, es que Carrión murió en la noche del 5 de octubre de 1885.
Los reproches médicos, las investigaciones policiales y hasta las denuncias judiciales contra una supuesta mala práctica médica han pasado al olvido. La necropsia de ley determinó que Daniel A. Carrión había muerto por la fiebre de la enfermedad de verrugas. Fue enterrado en el Cementerio General Presbítero Maestro.
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