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'ESPERANZA', LA AUTOBIOGRAFÍA

Así fue el nacimiento del papa Francisco y él mismo lo contó en su libro (VIDEO)

Compartimos un fragmento del libro 'Esperanza', el episodio en el que narra su nacimiento.

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Papa Francisco de niño.
Jorge Bergoglio cuando era niño (Imagen: Vatican News).
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Por primera vez en la historia un papa publicó sus memorias. Esperanza es la autobiografía de Francisco, que está en las librerías de más de 80 países, entre ellos el Perú. Editado por Plaza & Janes, sello de la editorial Penguin Random House.

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A continuación compartimos un extracto de Esperanza, de cuando narra su nacimiento y el de sus hermanos. 

 

 

La puntualidad me gusta, es una virtud que he aprendido a valorar. Y ser puntual lo considero uno de mis deberes, una muestra de educación y de respeto. Sin embargo, era la primera vez y llegaba con retraso. El tiempo había vencido hacía una semana y yo seguía sin decidirme. Estar con mi madre me gustaba. Por suerte, la partera, la señora Palanconi, era una mujer capaz y experta, que encima iba a cumplir cinco mil nacimientos. Cuando consideró que no se podía esperar más, mandó llamar al médico de cabecera, que acudió corriendo. Llegó cuando mi madre estaba en la habitación, tumbada en la cama: el doctor Scanavino le hizo un reconocimiento, la tranquilizó… y después, algo que ha sido a menudo uno de los grandes relatos en nuestras reuniones familiares, se sentó sobre su barriga, presionó y «brincó» para provocar el parto. Y así fue como vine al mundo, el día de san Lázaro de Betania, el amigo al que Jesús resucitó de entre los muertos. Cuando «salí» pesaba casi cinco kilos, y mi madre, unos cuarenta y cuatro: en fin, que fue un duro trabajo…

Maria Luisa Palanconi asistiría en el parto de todos mis hermanos, y más tarde incluso en el de un hijo de mi hermana.

No conservo ningún recuerdo del nacimiento del segundo hijo, mi hermano Óscar Adrián, que recibió su nombre de un tío materno, porque entonces, el 30 de enero de 1938, tenía poco más de un año. Pero sí recuerdo el de mi hermana Marta Regina, el 24 de agosto de 1940. Y, sobre todo, el del cuarto hijo: una escena íntima, familiar, que tengo delante de los ojos como si estuviese ocurriendo en este momento. Todos los hermanos estamos enfermos, con gripe; Óscar y yo en nuestra habitación y nuestra hermana pequeña en la suya. Llega el doctor Rey Sumai y nos reconoce a los tres, después recorre con paso firme el pasillo, hacia la biblioteca en la que están los libros de mi padre y ahora está instalada mi madre. Entra, le pone una mano en la barriga y exclama: «¡Oh, falta poco!». Unas horas después llega la señora Palanconi, con su gran bolso. Mi padre y el tío están en la cocina. La puerta de la biblioteca se cierra delante de nosotros, mi madre y la partera están ahí dentro, y los niños nos juntamos al otro lado, con las orejas pegadas para escuchar, para captar el momento en que llegará el nuevo hermanito, el primer grito de la vida. Los mayores nos hablaban de la cigüeña que —a saber por qué, a lo mejor porque de esa ciudad, desde la Gran Exposición Universal del final del siglo anterior, parecía que venían todas las cosas más nuevas y modernas— tenía que llegar siempre de París, pero Óscar y yo ya habíamos descubierto la verdad. Sabíamos cómo nacen los niños. Y esa noche, el 16 de julio de 1942, nació Alberto Horacio. El equipo estaba casi formado.

Una familia común, con dignidad. La de la dignidad ha sido siempre una enseñanza presente en las palabras y en los gestos de nuestros padres.

Desde mi segundo año de vida, hasta que cumplí los veintiuno, siempre he vivido en el número 531 de la calle Membrillar. Una casa de una sola planta, con tres habitaciones —la de mis padres, la que teníamos los varones y la de mi hermana—, un cuarto de baño, una cocina con comedor, un comedor más formal y una azotea. Esa casa y esa calle han sido para mí las raíces de Buenos Aires y las de toda Argentina. Una vivienda sencilla en un barrio sencillo, todas casas bajas; ahí se respiraba un aire tranquilo y pacífico, un clima de confianza tanto en los demás como en el futuro. Si mi madre tenía que volver a casa un poco más tarde, y temía que nosotros ya hubiésemos regresado de la escuela, le dejaba las llaves al guardia del barrio, que estaba en la esquina; pero lo cierto es que, como se suele decir, podías dormir dejando la puerta abierta. Un barrio de clase media en el corazón de una ciudad en perpetua transformación y de un gran país, uno de los más extensos del mundo. El censo nacional de 1869 había dado una población todavía lejana de los dos millones de habitantes, pero cuando nací, en 1936, ya eran doce, una cifra que aumentaba exponencialmente, y la capital se había convertido en una de las mayores metrópolis del planeta. Esos números terminarían triplicándose. Un país joven, nacido en una inmensa y perdida llanura de una de las colonias más remotas y periféricas —sin el reclamo brillante de los metales preciosos— del vasto Imperio español, y que ha sintetizado su compleja, trágica y maravillosa historia en poco más de dos siglos y en un punado de generaciones. Mi patria, por la cual sigo sintiendo el mismo amor, un amor grande e intenso. El pueblo por el que rezo todos los días, que me ha formado, me ha preparado y después ofrecido a los demás. Mi pueblo. […]

 

Cuando nació María Elena, también en la casa de Membrillar, el 17 de febrero de 1948, después de que mi madre perdiera un hijo en los primeros meses de embarazo, la tribu se completó. Se incorporó a ella Churrinche, un perrito de raza indefinida e indefinible, que bautizamos así en honor de otro indómito chucho de la pampa que había pertenecido a mis abuelos maternos. Mi madre solía decir que nosotros, sus cinco hijos, éramos como los dedos de la mano: cada uno a su manera, diferentes, pero todos suyos, «porque si me pincho siento el mismo dolor en todos los dedos». […]

 

«Tanos», así nos llaman en Argentina. Entre los primeros inmigrantes italianos que llegaron a la Plata primaban los genoveses, hasta el punto de que «xeneixes» se convirtió en el epíteto para referirse a casi todos. Entre los del norte, muchos se apellidaban Battista, y entonces «bachicha» pasó a ser el apodo habitual de los italianos. Y, en fin, cuando se sumó la gran inmigración del sur de la península, de calabreses, sicilianos, pulleses y campanos, y les preguntaban a los que desembarcaban de dónde eran y ellos respondían: «Soy napulitano», tano se convirtió en el nombre colectivo para señalar el todo por la parte. Todos nosotros comedores de pasta. 

 

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Esperanza, el libro.

 

 

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