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‘Cuchillo’, el testimonio valiente del escritor Salman Rushdie

Lea un extracto del libro que acaba de publicar Salman Rushdie, donde narra todo sobre el ataque que sufrió. Editado por Penguin Random House.

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Fecha Actualización
A las once menos cuarto del 12 de agosto de 2022, un soleado viernes por la mañana en el norte del estado de Nueva York, fui agredido y casi asesinado por un joven armado con un cuchillo poco después de subir yo al escenario del anfiteatro de Chautauqua para hablar de la importancia de mantener a los escritores a salvo de todo riesgo.
Yo estaba con Henry Reese, creador junto con su esposa, Diane Samuels, del proyecto Ciudad Asilo de Pittsburgh, que brinda refugio a una serie de escritores cuya seguridad corre peligro en sus países respectivos. Era de esto de lo que íbamos a hablar en Chautauqua Henry y yo: de la creación en Norteamérica de espacios seguros para autores extranjeros, y de mi implicación en los inicios de dicho proyecto. La charla formaba parte de una semana de actos en la Chautauqua Institution bajo el lema: «Más que un refugio: Redefinir el hogar norteamericano».
La conversación entre ambos no tuvo lugar. Como iba a descubrir enseguida, aquel día el anfiteatro no era un espacio seguro para mí.
Todavía veo el momento a cámara lenta. Sigo con la mirada al hombre que se destaca de entre el público y corre hacia mí. Veo cada paso de su precipitada carrera. Me veo a mí mismo poniéndome de pie y volviéndome hacia él. (Continúo de cara a él. En ningún momento le doy la espalda. No tengo ninguna herida en la espalda). Levanto la mano izquierda en un gesto de defensa. Él me hunde el cuchillo en la mano.
Después de eso me asesta varias cuchilladas más, en el cuello, en el pecho, en un ojo, en todas partes. Noto que me fallan las rodillas y me desplomo.

El jueves 11 de agosto había sido mi última velada inocente. Henry, Diane y yo habíamos paseado tan tranquilos por los terrenos de la institución y luego cenamos agradablemente en el 2 Ames, un restaurante sito en la esquina de la zona de parque que llaman Bestor Plaza. Rememoramos una charla que yo había dado en Pittsburgh dieciocho años atrás sobre mi papel en la creación de la red internacional de Ciudades de Refugio. Henry y Diane habían estado presentes y la charla les sirvió de inspiración para convertir Pittsburgh en otra ciudad-asilo. Empezaron por financiar una casa pequeña y patrocinar a Huang Xiang, un poeta chino que tuvo la idea de cubrir el exterior de su nuevo hogar con un poema suyo escrito en grandes caracteres chinos pintados de blanco. Con el tiempo, Henry y Diane ampliaron el proyecto hasta tener toda una calle de casas-asilo, Sampsonia Way, en el lado norte de la ciudad. Yo me alegraba de estar en Chautauqua para festejar lo que habían conseguido.
Lo que ignoraba era que mi asesino potencial se hallaba ya presente en el recinto de la Chautauqua Institution. Que había entrado valiéndose de una documentación falsa, con un nombre inventado a partir de los nombres reales de conocidos extremistas chiíes, y que, mientras nosotros íbamos a cenar y volvíamos luego a la casa en la que nos hospedábamos, él también estaba por allí, llevaba un par de noches merodeando por la zona, durmiendo mal, explorando el emplazamiento del atentado, elaborando un plan, sin que ningún guardia de seguridad ni cámara de vigilancia se percatara de su presencia. Podríamos habernos topado con él en cualquier momento.
No quiero utilizar su nombre aquí. Mi Agresor, mi Asesino potencial, el Alcornoque que hizo ciertas Apreciaciones sobre mi persona y con quien tuve un Altercado casi mortal de necesidad… me he visto pensando en él (supongo que es perdonable) como en un asno. Sin embargo, en este texto me referiré a él de manera más decorosa como «el A.». Cómo le llame yo en la intimidad de mi casa es solo de mi incumbencia.
Este «A.» no se molestó en informarse sobre el hombre a quien había decidido matar. Según propia confesión, apenas si leyó dos páginas de mis escritos y vio un par de vídeos de YouTube donde salía yo; con eso tuvo suficiente. De lo cual podemos deducir que, fuera cual fuese el motivo de la agresión, no tuvo que ver con Los versos satánicos.
En este libro intentaré comprender a qué se debió.

La mañana del 12 de agosto desayunamos temprano con los promotores del acto en la soleada terraza del imponente hotel Athenaeum, en el recinto de la institución. A mí no me gusta desayunar mucho, solo tomé café y un cruasán. Conocí al poeta haitiano Sony Ton-Aimé, director de la cátedra Michael I. Rudell de las Artes Literarias en la Chautauqua Institution, que iba a ser el encargado de presentarnos. Se habló un poco sobre los males y las virtudes de comprar libros nuevos en Amazon. (Confesé que yo lo hacía a veces). Después atravesamos el vestíbulo del hotel y salimos a una plazoleta detrás de la cual estaba el backstage del anfiteatro. Una vez allí, Henry me presentó a su nonagenaria madre, una señora muy agradable.
Justo antes de salir al escenario, se me entregó un sobre que contenía un talón: mis honorarios por la charla. Me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta y llegó la hora de actuar: Sony, Henry y yo salimos a escena.
El anfiteatro tiene un aforo de más de cuatro mil personas. No estaba lleno, pero había mucha gente. Sony, desde un estrado en el lado izquierdo del escenario, nos presentó brevemente. Yo estaba en el lado derecho. El público aplaudió, muy generoso. Recuerdo que levanté una mano en señal de agradecimiento. Y entonces, con el rabillo del ojo derecho –la última cosa que iba a ver ese ojo–, vi a aquel hombre vestido de negro que corría en dirección a mí por el pasillo de la derecha de la zona de butacas. Prendas negras, pasamontañas negro. Embestía como un misil agazapado. Me puse de pie, mirándolo avanzar. No intenté echar a correr. Estaba paralizado.
Habían pasado treinta y tres años y medio desde la famosa sentencia de muerte dictada por el ayatolá Ruhollah Jomeini contra mí y todas las personas implicadas en la publicación de Los versos satánicos, y confieso que durante esos años había imaginado más de una vez a mi asesino viniendo hacia mí en algún lugar público exactamente de esa manera. De ahí que, al ver a aquel hombre corriendo en dirección a mí con malas intenciones, lo primero que pensé fue: «O sea que eres tú. Aquí estás». Dicen que las últimas palabras de Henry James fueron: «Bueno, por fin ha llegado, esa cosa distinguida». La Muerte venía a por mí, solo que yo no la encontré nada distinguida. Anacrónica, más bien.
Y lo segundo que pensé: «¿Por qué ahora? No fastidies. Si aquello pasó hace mucho… ¿Por qué ahora, después de tantos años?». El mundo había seguido su curso, aquel asunto tenía que estar ya cerrado. Y, sin embargo, como salido del túnel del tiempo, allí estaba aquel fantasma criminal dispuesto a todo.
Esa mañana no había guardias de seguridad en el auditorio –¿por qué?, ni idea–, de modo que nadie le salió al paso. Yo, mientras, allí de pie, mirando en dirección a él, clavado al suelo como un idiota, como un conejo paralizado por los faros de un coche.
Y entonces llegó a mi altura.
No vi el cuchillo, o, en todo caso, no tengo ningún recuerdo de ello. No sé si era largo o corto, si era de hoja ancha como un cuchillo de caza o bien estrecho como un estilete, si era de sierra como los de cortar pan o una navaja de resorte, o incluso un cuchillo de cocina vulgar y corriente que le habría robado a su madre. Da igual. La cuestión es que sirvió para lo que había de servir, aquel arma invisible, e hizo su labor.

Dos noches antes de tomar el avión a Chautauqua, soñé que un hombre me atacaba con una lanza, un gladiador en un anfiteatro romano. El público pedía sangre a gritos. Yo rodaba por la arena tratando de esquivar los envites del gladiador, y gritaba a pleno pulmón. No era la primera vez que tenía ese sueño. En dos ocasiones anteriores, mientras mi yo del sueño rodaba frenéticamente por el suelo, mi yo real, el que dormía, gritando también, lanzó su cuerpo –el mío– fuera de la cama. El costalazo me hizo despertar en el suelo de la habitación.
Esta última vez no caí de la cama. Mi mujer, Eliza –la novelista, poeta y fotógrafa Rachel Eliza Griffiths– me despertó justo a tiempo. El sueño había sido asombrosamente vívido y violento. Me pareció un mal augurio (a pesar de que yo no creo en esas cosas); a fin de cuentas, la sala en la que estaba previsto que diera una charla era también un anfiteatro.
Le dije a Eliza: «No quiero ir». Pero había personas que dependían de mí –Henry Rose, para empezar, y el acto estaba anunciado desde hacía un tiempo, se habían vendido ya entradas– y además iban a pagarme bien por la charla. A la sazón, teníamos algunas facturas importantes que pagar; el sistema de aire acondicionado de la casa era muy viejo, podía estropearse cualquier día, y había que renovarlo, así que el dinero nos iba a venir muy bien. «Más vale que vaya», dije.
La ciudad de Chautauqua se llama así por el lago del mismo nombre en cuyas orillas está enclavada. «Chautauqua» es una palabra de la lengua erie hablada por los indios erie, pero tanto dicha tribu como su lengua se extinguieron, de modo que no está claro qué significa la palabra. Podría ser «dos mocasines», o quizá «una bolsa atada en medio», o tal vez algo completamente diferente. Puede que aluda a la forma del lago en cuestión, o puede que no. Hay cosas que se pierden en el pasado, donde terminamos todos, la mayoría de nosotros olvidados.
La palabra me salió al paso por primera vez en 1974, más o menos por la época en que terminé mi primera novela. Aparecía en el libro de culto de aquel año, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, de Robert M. Pirsig. Ya no recuerdo gran cosa de ZAMM, como se lo conocía por su título original inglés –tampoco me interesan mucho las motos ni el budismo zen–, pero recuerdo que me gustó aquella extraña palabra, como también la idea de los encuentros, o «chautauquas», en los que se debatían ideas en un marco de tolerancia, libertad y miras abiertas. El «movimiento chautauqua» se extendió por todos los estados desde la localidad del mismo nombre; Theodore Roosevelt lo calificó de «la cosa más americana de América».
Yo había hablado en Chautauqua anteriormente. Fue casi exactamente doce años atrás, en agosto de 2010. Recordaba bien el acogedor ambiente de claustro de la institución, las pulcras calles flanqueadas de árboles que rodeaban el anfiteatro. (Pero, para mi sorpresa, el de ahora era otro. El antiguo anfiteatro había sido demolido y construido de nuevo en 2017). En el interior de la institución, personas de cabellos blancos y mentalidad progresista formaban una comunidad idílica, viviendo en casas de madera cuyas puertas no se les antojaba necesario cerrar con llave. Pasar unos días allí fue como una vuelta atrás en el tiempo, a un mundo inocente que tal vez solo haya existido en sueños.
Aquella última noche de inocencia, la del 11 de agosto, me encontraba a solas frente a la casa para huéspedes contemplando la luna llena que rielaba con fuerza en las aguas del lago. Solo, arropado por la noche; la luna y yo, nadie más. En mi novela Ciudad Victoria los primeros reyes del imperio indio de Bisnaga aseguran ser descendientes del dios Luna y, en consecuencia, formar parte de la llamada «estirpe lunar», entre cuyos miembros se cuentan Krishna y el poderoso guerrero Arjuna del Mahabharata. A mí me gustaba la idea de que, en lugar de que simples terráqueos hubieran viajado a nuestro satélite en una nave curiosamente bautizada con el nombre del dios sol Apolo, hubieran sido divinidades lunares las que descendieran al planeta Tierra. Estuve un rato allí de pie, al claro de luna, y pensé en asuntos lunares. Por ejemplo, en la anécdota apócrifa de Neil Armstrong al poner el pie en la luna y decir por la bajo: «Buena suerte, señor Gorsky», porque, según parece, siendo apenas un muchacho en su Ohio natal, oyó discutir al matrimonio Gorsky por el deseo del señor G de que le hicieran una felación. La señora Gorsky, se dice, le respondió: «Pues tendrás que esperar a que el chico de al lado llegue a la luna». La anécdota, lamentablemente, no era verídica, pero mi amiga Allegra Huston había hecho una divertida película sobre el particular.
Pensé también en «La distancia hasta la luna», un relato de Italo Calvino perteneciente a Cosmicomics, acerca de una época en que el satélite estaba mucho más cercano a la Tierra que ahora y los enamorados podían alcanzarlo de un salto para sus citas lunares.
Y pensé en Billy Boy, de Tex Avery, los dibujos animados donde el pequeño macho cabrío se come la luna.
Mi cabeza funciona así, por libre asociación.
Al final me acordé también de Le voyage dans la Lune, la película muda de catorce minutos realizada por Georges Meliès, un clásico de los inicios del cinematógrafo (1902) sobre los primeros hombres que llegan a la luna en una cápsula con forma de bala disparada desde un cañón inmensamente largo, vestidos con sombrero de copa y levita y armados de paraguas. Es el momento más famoso de dicha película, el alunizaje.
Yo ignoraba por completo –mientras recordaba la imagen de la nave espacial hincándose en el ojo derecho de la luna– lo que el día siguiente le tenía deparado a mi propio ojo derecho.
Miro en retrospectiva a ese hombre feliz –yo– bañado en luz de luna estival un jueves de agosto por la noche. Se siente dichoso porque la escena es bella; y porque está enamorado; y porque ha terminado su novela –acaba de hacer lo último que se hace: corregir las galeradas– y las primeras personas que la han leído están entusiasmadas. La vida le sonríe. Pero nosotros sabemos lo que él ignora. Sabemos que ese hombre feliz junto al lago corre peligro de muerte. Y el hecho de que él no sepa nada hace que nuestro temor sea más grande aún.
A este recurso literario se lo conoce como prefiguración. Uno de los ejemplos más citados de ello es el famoso comienzo de Cien años de soledad. «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…». Cuando nosotros, como lectores, sabemos lo que el personaje ignora, quisiéramos advertirle. «Corre, Ana Frank, mañana descubrirán tu escondite». Al pensar en esa última noche de despreocupación, la sombra del futuro se topa con mi memoria. Pero yo no puedo advertirme a mí mismo: demasiado tarde para eso. Lo único que puedo hacer es contar la historia.
He aquí un hombre solo en la oscuridad, ajeno al peligro que ya se cierne sobre él.
He aquí un hombre que va a acostarse. Por la mañana, su vida cambiará. Él, pobre inocente, no sabe nada. Está dormido.
El futuro se le viene encima mientras duerme.
Salvo que, cosa curiosa, es el pasado lo que vuelve, mi pasado abalanzándose sobre mí, no un gladiador de sueño sino un individuo con pasamontañas y cuchillo decidido a ejecutar una sentencia de muerte de hace tres décadas. En la muerte todos somos personas del ayer atrapadas para siempre en el pretérito; esa era la jaula en la que el cuchillo quería encerrarme.
No el futuro, sino el pasado redivivo, que pretendía hacerme retroceder en el tiempo.
El relato continúa en el libro. Cuchillo lo espera.
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