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Cuento por entregas: Cuarto capítulo de ‘El dedo en el disparador’, de Miguel Ruiz Effio

Cuarta entrega de ‘El dedo en el disparador’, de Miguel Ruiz Effio. Premio Copé Oro 2020. En exclusiva con Perú21.

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Natalia Macedo Guerrero nació en Arequipa, Perú, el 23 de agosto de 1981. Era hija del ingeniero industrial Aníbal Macedo Veintemilla y de la catedrática universitaria Martina Guerrero Rosales. Al fallecer, Natalia tenía treintaiún años y vivía en California con su esposo, pero el incidente ocurrió en Idaho, mientras visitaba a unos primos de Francis.
El matrimonio Macedo-Guerrero había salido del Perú en 1989, debido a la violencia del terrorismo desatado en su país. Natalia tenía ocho años cuando la familia llegó a Nuevo México. Hizo sus estudios secundarios allí y se graduó con honores. Posteriormente se licenció en Biología en la Universidad Estatal de Nuevo México, donde también cursó la maestría en Biología Molecular hasta diciembre de 2008.
Un año después de su posgrado se mudó a California y empezó a trabajar como investigadora asociada en la Universidad del Sur de California, en cuyos laboratorios conoció a Francis. Natalia investigaba la resistencia de ciertos tumores a los tratamientos contra el cáncer, de modo que descubrió muchos puntos en común con los estudios del equipo del doctor Carter, al que se incorporó casi inmediatamente.
Francis y Natalia se casaron en la primavera de 2011, luego de un noviazgo de alrededor de dieciocho meses. Brooke Hager calcula esta cifra a partir de algunos indicios, pero no puede confirmarla porque durante varios meses la pareja lo ocultó para evitar cualquier problema laboral en la universidad.
Sus estudios en común produjeron, durante el año que precedió a su boda, dos artículos científicos que fueron publicados en números consecutivos de la revista Science, en el 2010. Hasta setiembre de 2012, cuando nació su hijo, Natalia había publicado otros dos artículos como autora principal en ediciones de la revista Nature del 2011 y 2012. La producción académica conjunta se paralizó durante el embarazo de Natalia: ella pidió una licencia larga a la Universidad del Sur de California que, gracias a su alta competencia académica, se le concedió.
A pesar de que su recién estrenada maternidad la llevó a prolongar su descanso hasta casi finales del 2013, la universidad aceptó reincorporar a Natalia en octubre de ese año en su puesto de investigadora asociada. Por los días del accidente se encontraba redactando un nuevo artículo con el equipo de Francis, quien por entonces dirigía el departamento de investigación. El proyecto de Natalia buscaba detectar biomarcadores que permitieran identificar, por anticipado, la resistencia a la terapia contra el cáncer y revertirla.
–Ella tenía una gran preocupación por la vida humana. Deseaba legar algo importante– señala Francis, con resignación–. Por eso me pareció injusto todo lo que se dijo de ella después del accidente.
Ambos tomaron sus vacaciones en diciembre de 2014, aprovechando las fiestas navideñas. Decidieron visitar a los primos de Francis, en el pueblo de Hayden, al norte de Idaho. El hijo del matrimonio Carter-Macedo había cumplido dos años en octubre y, según refiere su padre, aún no había aprendido demasiadas palabras.
Cuando los oficiales de policía lo llamaron a su celular y le dieron la dirección del Walmart, Francis no entendió lo que había sucedido. La policía mencionó un accidente que involucraba a su esposa; debía presentarse cuanto antes. Él, que nunca perdía la compostura, trató de averiguar detalles.
–Venga cuanto antes, señor Carter –suplicó el oficial, con voz grave.
–Mi hijo estaba con ella, ¿él está bien? –preguntó Francis, con la esperanza de quitarse al menos un peso de encima.
–Él está con nosotros, venga pronto, por favor –repitió el oficial antes de colgar.
Francis llegó al supermercado alrededor de la una y veinte de la tarde y se enteró de que su mujer había muerto por un balazo disparado desde su propia arma. Durante varios minutos caminó ensimismado, sin pronunciar palabras. Le pareció que lo que escuchaba era confuso y, más aún, descabellado: los agentes hablaban de una herida de bala en la cabeza y no veía a nadie detenido. Mencionaban el incidente como si la bala no hubiera tenido un origen, una mano que accionara el disparador. ¿Se había suicidado? No encontraba el sentido del relato.
Le pareció extraño ver al niño rodeado por los investigadores de la policía. Una corazonada lo detuvo de correr a comprobar su estado: era obvio que estaba en perfectas condiciones, pero había algo raro en toda la situación. El interés por su salud decayó a medida que el oficial a cargo terminaba de narrar los detalles del accidente. Le practicarían una prueba de absorción atómica a su hijo para incluir los resultados en un informe que algún oficial tendría que redactar. Solo entonces podría llevárselo a casa.
–No se trataba de un chico que entra disparando a una escuela ni de un psicópata que toma rehenes para pedir que lo repongan en su centro de trabajo, casos habituales por esos días –menciona Francis a modo de defensa–. Fue una desgracia.
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