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Decimoctavo capítulo de Ella, la novela de Pablo Cermeño
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ELLA
Pablo Cermeño
Carla despertó a las nueve de la mañana con un fuerte dolor de cabeza y sin saber cómo había llegado a casa. No pasó mucho tiempo antes de que la invadiera una extraña sensación de pudor, ligada al velado recuerdo de su noche de copas con la nueva contadora, Sara Bustamante. Conforme se fue incorporando de la cama, empezaron a llegarle destellos de lo ocurrido, imágenes sueltas, emociones, la sonrisa perfecta de su nueva amiga. Su mirada inocente, pero llena de vida, graciosa. Las dos en el asiento trasero del taxi, muy juntas, riendo a más no poder. Los muslos de Sara: de pronto tuvo la certeza de haberlos tocado, de haber puesto sus manos sobre ellos. Podía sentirlos. También las manos de Sara sobre ella. Se espantó. No quiso seguir recordando, pero le era imposible dejar de pensar en eso. Solo de imaginar qué más podría haber ocurrido, la asaltó el miedo. Lo había disfrutado, su memoria le decía eso. Se sintió avergonzada de la impresión que se podía haber llevado su nueva amiga, que además era la nueva contadora de su empresa. La había pasado tan bien con ella. Hacía mucho que no se divertía tanto. No lo podía creer.
“Qué manera de estropear las cosas”, pensó.
Y en un rato tendría que verla en la oficina. Cerró los ojos y dejó caer su cabeza sobre la suave almohada. Pero, casi de inmediato los abrió otra vez, al recordar que las dos habían entrado al ascensor de su apartamento. Lo que significaba que Sara había estado allí y que posiblemente seguía estándolo. En ese momento, se percató de que ya no traía puesta la ropa con la que había salido. Ahora vestía solo un polo y la parte de abajo de la ropa interior. Tenía mucha sed. Caminó hacia la puerta del dormitorio. Sacó la cabeza sigilosamente, buscando a su nueva amiga. No la vio. Siguió así por el pasadizo, mirando en cada uno de los dormitorios del apartamento hasta entrar en la terraza del medio y escabullirse por la parte posterior de la cocina. Desde ese lugar pudo ver la zona del comedor y la sala. Sara tampoco estaba allí. Si es que ella realmente entró, ya se había ido. Al único que vio fue a Luciano, dormía en uno de los muebles. No llevaba polo, tan solo sus pantalones cortos de dormir. Al verlo, esbozó una sonrisa nostálgica. Las cosas entre ellos no estaban bien. Fue por una manta y lo tapó.
Se dio un baño de agua muy caliente y luego de dos tazas de café, salió para la oficina. Se pasó el rojo de un semáforo y casi atropella a un ciclista. Ya a pocas cuadras del centro empresarial, Sara volvió a su mente. La había dejado sola en las primeras horas de su primer día de trabajo y aún nadie la conocía. Se sintió mal. Hubiera preferido no ir ese día, tenía náuseas y sentía que martillaban dentro de su cabeza; pero no le podía hacer eso. Ya bastante había sido lo de la noche anterior. Tenía que afrontar esta situación. Había cruzado la línea con su nueva trabajadora y eso era algo que no podía ocurrir. Lo único en su vida que estaba caminando sin problemas, era la empresa. No podía estropear eso. Estacionó el auto, se armó de valor y entró en el ascensor. Conforme los pisos iban pasando frente a ella, una sensación de angustia ascendía por sus tripas y parecía rozar el costado de su corazón, invadiendo el interior de su pecho con un aire frío y pesado, que le dificultaba la respiración. Empezaba a preguntarse si había valido la pena haber hecho todo lo que hizo para llegar hasta el lugar donde se encontraba, cuando las puertas se abrieron frente a ella. Todo parecía estar caminando igual que siempre. Sin perder tiempo en saludos matutinos, entró y empezó a buscarla casi en una carrera contra las manecillas apuradas del reloj. No parecía estar por ningún lado. “Seguramente, no vino”, pensó. El tamborileo desordenado de su corazón, que empujaba hacia su cuello, fue perdiendo fuerza. Los músculos de su cuerpo se tranquilizaron y la tensión de su rostro desapareció. Sonrió a las personas que estaban cerca de ella, observándola. En los pocos pasos que le quedaron por caminar hasta la oficina de Mary Santibáñez, comprobó lo antojadizas que son las emociones. Si bien es cierto, se sentía aliviada de que Sara no estuviese allí, también estaba algo decepcionada. Una parte de ella ansiaba verla.
Fue grande su sorpresa, al abrir la puerta y ver que Mary no se encontraba sola, sino que estaba con Sara. Ambas voltearon hacia Carla, que había quedado paralizada.
–Carla, buenos días –dijo Mary–. Estoy explicándole algunas cosas a nuestra nueva contadora. Te felicito, no podías haber contratado a nadie mejor.
Carla seguía sin poder salir de su asombro. Sara le regaló una sonrisa cálida. Todo parecía estar bien. Carla sonrió con satisfacción y entró.
–Gracias, Mary –dijo Carla, acercándose primero hacia Sara con la mano extendida–. Sara, bienvenida. Estoy muy feliz de que estés aquí y seas parte de nuestro equipo.
–Gracias a ti, Carla. Siempre quise trabajar con ustedes –respondió Sara, estrechando su mano.
Ese saludo marcaría la vida de Carla para siempre.
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