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La sabia buenaventura de Ester

Las epifanías y descubrimientos de Ester Ventura Weiner desde Entre Ríos hasta el Ausangate, camino que la ha llevado a ser distinguida como Personalidad Meritoria de la Cultura.

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Fecha Actualización
Ester Ventura tenía no más de cuatro años cuando caminaba descalza en Entre Ríos haciendo crujir hojas secas. Se había escapado de casa. Tendida en el campo, contemplaba el manto de estrellas que la abrazaba desde la altura. Se sintió acompañada, se sintió viva, se sintió única y a la vez parte pequeña de algo más grande.
Víctor era el nombre del padre que amaba el mar y el no hacer ajeno a nadie. Tenía una tienda de confecciones en la calle Suipacha, ciudad de Buenos Aires. Cuando llegaban las telas importadas, Ester veía cómo su padre abría lentamente los rollos, lo palpaba y los olía. Cretona Monarca, Casimir Burberry de alpaca peruana eran los nombres de esas experiencias sensoriales.
En el colegio, la hacían retirarse del aula durante los cursos de religión católica, pues no le correspondía atenderlos. Desde el patio, tratando de husmear, sentía que se estaba perdiendo un acto de espiritualidad del cual quería ser parte.
Su abuela cocinaba como los dioses, pero nunca se sentaba a la mesa. Su misión era servir. Recién se unía al resto para el postre o la sobremesa. La lección venía implícita: se aprende con las manos. Tener las manos ocupadas pero la cabeza libre. Algo que Ester entendería muchos años después.
Al lado de la tienda en Suipacha, había también un cine. Una manera práctica de cuidar a los hijos era depositarlos en el cine. Ester debe de haber visto 40 veces Siete novias para siete hermanos. Para ella, ir al cine era habitar un sueño.
Se hizo cineasta, pero el cine la dejó exhausta.
La lectura de Galeano le había estrenado el interés por la región. Simultáneamente, empezó a escuchar comentarios sobre el Perú. Sobre su luz, colores y atmósfera, viajaría.
Un amigo salía de viaje hacia Colombia, así que decidieron emprender la aventura juntos. El padre, truco y celoso, no lo vio con buenos ojos, pero ellos ya iban camino a Bolivia tirando dedo.
Llegó al Perú. Al manto plateado del Titicaca y sus mamachas inmensas con unos mantones majestuosos. Choclos y ajíes de todos los colores y olores. Llega al Cusco de noche, Colcampata, faldas de Sacchasuaman. Se levanta temprano para abrir la ventana y conocer la leyenda. Todo en blanco, había nevado. Ella escuchó una palabra: descúbreme.
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Lo que descubría la relacionaba de una manera inexplicable con el ancestro y con lo andino. Supo que ya no estaría de paso en este país.
Otra de las casualidades, que no existen, la embarcó con Rodolfo Hinostroza en un documental sobre ritos mágicos y religiosos de los Andes. Conoció el Ausangate, al altomisayoc Melchor Deza, una influencia que talló su vida espiritual con un cincel invisible que dulcemente iba modelando su argentinidad.
Se enamora, se casa y se va a vivir al Cusco. Empezó a comprar textiles, y junto con ellos venía chafalonía, despojos de joyería colonial vendidos al peso. Eran piezas que pedían ser escuchadas para tener una nueva vida, y ella las oyó. Buscó a orfebres que hicieran posible esto lo que le dictaba Entre Ríos, Suipacha, el cine, el padre y la abuela, Ausangate y esa Chaska que todos debemos buscar. Ella empezó a usar sus propias joyas, atrayendo miradas e interés.
La expectativa llegó a la capital. Le ofrecieron la galería Equus para una exposición. ¿Están locos? Yo solo armo rompecabezas, decía ella. No, estás haciendo arte, le corrigieron.
Un día antes de la inauguración, la muestra abrió para coleccionistas e invitados especiales. Se vendió casi todo. Ella no lo podía creer ni entender.
Una de las compradoras había sido Doris Gibson Parra, mítica fundadora de la revista Caretas. Le había dejado una nota en que le dice que quería conocerla e invitarla a almorzar y, aún más, que a Ester Ventura había que fotocopiarla porque lo que estaba haciendo no lo había hecho nadie en el arte popular peruano.
Imposible fotocopiar lo irrepetible, lo que incluye, y lo que reconcilia recurriendo a la belleza y al saber. Su mejor joya es su vida.

El Spondylus, un alma agorera
Escribe: JOSEFINA BARRON
Ventura ha redescubierto el mullu, haciéndolo joya e icónico trofeo del Festival de Cine de Lima.
Spondylus, valva solar. El Perú lo llama mullu. Su caracola tiene el fulgor de la tarde cuando el verano es insolente. Varía del rojo al coral y, a veces, se tiñe de morado. Es un molusco. Pescadores avezados hacían largos viajes en naves rudimentarias para encontrarlos. Habita en las profundidades vecinas a las costas del norte del Perú y del sur de Ecuador. Era también, y lo es hasta hoy, una suerte de alma agorera. Su comportamiento previene de corrientes que traerán copiosas lluvias. Los antiguos habitantes de estas orillas usaban esta valva como ofrenda para halagar, pedir y agradecer todo lo brindado por la Madre Tierra. Por eso, su presencia era sagrada. Le daban forma a su fervor. Sí, desde esos tiempos manos arcanas han ido tallando, puliendo, engarzando y modelando primorosas formas hasta transformar su agresiva piel en porcelana. El mullu los ataviaba. Mucho más que adorno, es talismán. Emana sutilmente sus cualidades protectoras. Quizás por todo eso Ester Ventura atesora el spondylus, lo cobija y le da infinitas moradas acogiéndolos en lechos de plata. Es ella quien, al principio de los años 80, los redescubre. Con ellos ha recorrido el mundo mostrando la nueva cara de la joyería peruana contemporánea.