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Sexto capítulo de ‘Ella’, la novela de Pablo Cermeño
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ELLA
Pablo Cermeño
Carla Rospigliosi y Luciano Del Carpio se casaron al medio día de un dos de octubre, en la hermosa Capilla de Nuestra Señora Virgen de la O, la que se encuentra ubicada en el Centro de Lima, entre los jirones Azángaro y Ucayali, al interior de la Basílica y convento San Pedro. Al lugar llegó Carla, acompañada de su padre, don Eduardo, un hombre alto, de setenta años, todavía entero. Transportada por una bonita limusina antigua, de esas pequeñas, de cuatro puertas, seguramente europea.
Dentro de la capilla esperaba el novio, en su terno de color azul noche y sus zapatos nuevos, que le hacían doler el talón del pie derecho. No dejaba de acomodarse el cabello engominado hacia atrás, una y otra vez; ni de sonreírle a sus invitados, que no eran muchos.
Carla se veía radiante caminando del brazo de su orgulloso padre. El sol se reflejaba en el brillo de sus carnosos labios y en los detalles bordados de su vestido blanco.
–Cuánto habría querido tu mamita estar aquí –dijo don Eduardo.
–Lo sé, papito, lo sé –dijo ella.
Antes de entrar, don Eduardo detuvo el paso durante un instante, le apretó cariñosamente la mano y mirándola a los ojos, le dijo que la estaba entregando al hombre que se convertiría en su esposo; pero, que ella jamás dejaría de ser su pequeñita. Carla sonrió, lo quedó viendo sin decir nada, como intentando guardar esa imagen de él en su memoria, le dio un beso y entraron. Todos se pusieron de pie con las notas de la marcha nupcial, que se extendieron con fuerza por todo el lugar, tan pronto como la novia pisó la capilla. Bajo todas las miradas de los allí presentes, Carla se dio cuenta de que estaba a solo unos pasos de concretar esa unión que solo podía ser separada por la muerte. Algo enteramente romántico, para ese entonces, claro está. Pero que, en ese momento, aceleró el paso de su corazón, haciéndola sentir, durante algunos segundos, sin salida. Tomó fuerte la mano de su padre y siguió caminando, sintiéndose protegida por él hasta que sus ojos por fin encontraron a los de Luciano, y supo que todo estaría bien. Que solo se trataba de una ceremonia, de un acto de celebración importante para la sociedad en la que vivía. Pensó en su difunta madre. Verdaderamente, le habría gustado mucho que ella estuviera allí, viéndola feliz. Pensó también en que nunca antes se había enamorado. Y se sintió afortuna de tener a Luciano frente a ella.
No todos recuerdan las palabras del sacerdote, pero sí cuando los novios se aceptan en matrimonio y cuando son declarados marido y mujer. También el beso, por supuesto. Carla nunca dejó de pensar en estos tres momentos. En los años que siguieron, esa emoción fue cambiando, madurando con el tiempo. Ya casi al final de su corta vida, por ejemplo, revivía el haber mirado con ilusión a los ojos de Luciano. Y escuchaba su propia voz diciendo el <<Sí, acepto>>, y eso ya no le evocaba amor, sino todo lo contrario, la hacía sentir ridícula, tonta. Le generaba un deseo visceral de venganza.
Una vez más, el sonido del aire insuflado a través de los tubos de ese magnífico órgano, irrumpió en el lugar, esta vez, para presentar a Luciano Del Carpio y Carla Rospigliosi como marido y mujer.
Celebraron con sus invitados en la parte alta de un exclusivo hotel, ubicado frente al mar, en Miraflores. Había rica comida y una cantidad interminable de bebidas con alcohol. Después de que Camila Velarde, su gran amiga del colegio, lograra coger el ramo de la novia, Carla se quitó los zapatos de taco, para poder bailar. Y así lo hizo hasta que sus pequeños pies se lo permitieron. Luciano la miró, enamorado, en cada pieza que bailaron. Emocionado, como si se acabaran de conocer. Cualquiera que los hubiera visto ese día, habría pensado que su amor sería eterno y que, luego de la muerte, él la buscaría –incansable– hasta encontrarla, otra vez, en sus siguientes vidas. Vaya equivocados que habrían estado.
Ya caída la noche, luego de horas de buen baile y muchos cocteles con pisco, Luciano por fin se quitó la corbata y decidió sentarse a conversar un rato con sus invitados. Carla fue hacia un extremo del lugar, con sus amigas, a fumar un cigarrillo mientras admiraban ese cielo lleno de estrellas. La hermosa luna se reflejaba en la inmensa oscuridad del mar, iluminándolo de un modo majestuoso.
Algún rato después, cuando Luciano levantó la mirada en busca de su ahora esposa, la vio conversando con un amigo, a quien él no conocía. Parecían estar pasándola muy bien, demasiado bien para su gusto. No les quitó la vista de encima, ni un instante. Observó con detenimiento cada uno de sus gestos. Analizando, sobre todo las risas y los momentos en que quedaban viéndose a los ojos, felices. Intentó no dejarse llevar por sus impulsos, ni por su pensamiento fantástico, o, más bien, paranoico, diría yo. Pero, tardíamente se dio cuenta de que su voluntad había sucumbido ante los efectos del pisco y el ron. Ya luego de haberlos interrumpido de una manera poco elegante y hasta bochornosa, siendo él, no otro que el esposo.
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