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Una novela por entregas: Decimoctavo capítulo de ‘La escala de colores entre el cielo y el infierno’

Este es el decimoctavo capítulo de la novela 'La escala de colores entre el cielo y el infierno', de Juan José Roca Rey.

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Fecha Actualización
De tal palo, tal astilla
Por: Juan José Roca Rey
– ¿Va a tomar otro? – preguntó el cantinero.
– ¿El Papa es católico? – respondió Nicolás y le acercó el vaso para que le sirva más whisky.
Hacía dos horas que Eduardo lo había sacado de la comisaría de Miraflores y Nicolás sintió la necesidad de ir a visitar el antiguo bar familiar al Centro, que ahora estaba en manos de otros dueños.
El lugar mantenía el estilo de antes, el olor a guardado inundando el ambiente y putas alegando ser damas de compañía que, habiendo perdido el pulso para maquillarse correctamente y con falta de algunos dientes en la sonrisa, aún luchaban por mantener firmes aquellas partes que habían caído hacía muchos años. Algunas caras conocidas y unos nuevos ancianos sentados en las mesas, puestas en la misma posición en la que las recordaba Nicolás, se intoxicaban con litros de alcohol intentando adormecer su miedo a morir. Parecía un sodoma y gomorra para personas de tercera edad.
Aunque todo se asimilaba a tiempos pasados, Nicolás pudo distinguir ciertos detalles que nunca volverían a ser iguales. El nombre de don Aurelio había desaparecido del cartel de la entrada, las fotografías familiares ya no ocupaban la pared del fondo de la barra y la maravillosa Linda no rondaba por entre las mesas atrayendo miradas pecaminosas por el salón.
– A mí también sírveme otro, por favor. – dijo Eduardo –. Ahora sí la jodiste, Nico. – continuó.
– No necesito que me lo recuerdes.
– Si te hubieras ido con Mari, ya estarías en Oxapampa. Pero tuviste que quedarte por esa maldita Linda.
– Lo sé.
Nicolás tomó entero el vaso y pidió que le sirvan uno más.
– ¿Qué estamos haciendo en este bar? – preguntó Eduardo, mirando con asco alrededor.
– Este era el bar de mi padre.
– ¿El que vendiste? Pensé que no querías volver por aquí.
– ¿Qué más da? Creí que una vez que lo vendiera, me liberaría de todo lo malo en mi vida. – dijo y tomó otro trago –. Pero ahora veo que yo soy mi propio veneno.
– Tienes que recomponerte, Nico. Saca la cabeza del culo y regresa a la realidad.
Una puta con la manzana de Adán marcada en el cuello, pasó por detrás de ellos llevándose a un anciano que andaba ciego en su borrachera. Nicolás se les quedó mirando.
– ¿Regresar a la realidad? Mira a toda esta gente – dijo –. Todos me dicen que estoy mal, pero detrás de sus sonrisas solo hay vacío.
– La familia de Rodrigo te está denunciando por intento de asesinato. – dijo Eduardo –. Y lo más seguro es que la señora Clauss me llame para que te desaloje de la pensión.
Nicolás recordó a la señora Clauss y a Clarita. Instantáneamente, sintió una profunda vergüenza. Hubiese preferido que lo metan preso antes de tener que mirarlas a los ojos nuevamente. Después de la escena que había armado, lo verían como a un monstruo.
– ¿A qué quieres llegar con esto? – preguntó y se terminó el whisky de un largo sorbo que le quemó la garganta.
– A que ya tocaste fondo, no tienes que seguir buscándolo. – contestó Eduardo.
– Dame otro whisky, por favor. – dijo Nicolás.
El cantinero le llenó el vaso, mientras Nicolás se miraba al espejo del otro lado de la barra.
– La primera vez que vi a mi padre sacándole la vuelta a mi madre fue en este bar. – continuó Nicolás –. Se encontraba borracho, con una de las jóvenes de limpieza. Ese día me rogó que no diga nada al respecto. Yo tenía nueve años y asentí, aunque cuando llegué a mi casa y miré a los ojos a mi madre, no pude aguantarme y se lo conté. Mi padre me dio una paliza ese día y lo último que me dijo antes de encerrarme en mi habitación fue: “cuando crezcas y te des cuenta de la mierda que es el mundo, me entenderás”.
– ¿Qué tiene que ver con todo esto?
– Estoy empezando a entender muchas de las cosas que hacía. – dijo Nicolás, todavía con la mirada clavada en el espejo –. Poco a poco me veo más y más parecido a él. Cada día me comporto más como él.
– Eres lo que quieras ser. – dijo Eduardo.
– Sí, tal vez. Pero en algo tenía razón ese viejo: el mundo es una buena mierda.
De pronto lo notó. Llevaba la misma mirada de un hombre derrotado, de una gaviota que se pasea por la orilla hasta caer en la arena a esperar la muerte. La misma mirada que tenía don Aurelio en sus últimos días.
– No hay nada que hacer, soy el hijo de mi padre. De tal palo, tal astilla.
El celular de Eduardo empezó a sonar y Nicolás lo miró asustado.
– La señora Clauss. – dijo Eduardo –. Es hora, Nico.
Nicolás le dio otro gran sorbo a su vaso y recibió el celular.
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