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Una novela por entregas: Decimoséptimo capítulo de ‘La escala de colores entre el cielo y el infierno’
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Desahogo
Por: Juan José Roca Rey
¿Qué he hecho? ¿Cómo se me ocurre? –repetía Linda.
Nicolás se despertó al escuchar que se vestía apurada.
– ¿Cómo se me ocurre hacerle esto a Roberto? –seguía.
– Buenos días –dijo Nicolás.
Linda dejó lo que estaba haciendo.
– ¿Está todo bien?
– Tengo que irme –respondió Linda nerviosa.
– ¿Irte adónde?
– Lo de ayer ha sido un error. Nunca debió ocurrir.
La cara de Linda reflejaba un ataque de pánico en camino. Nicolás se paró de la cama aún en bolas y fue a intentar calmar a Linda, pero esta lo empujó.
– Aléjate de mí –gritó Linda.
– ¿Qué te pasa?
– Esto no debió pasar. Me voy a casar.
– ¿Es en serio?
Linda respiró hondo y cerró los ojos, intentando no pensar en el embrollo en el que se encontraba.
– ¿Para qué viniste a buscarme si ahora te vas a ir? –preguntó Nicolás.
– Me dijiste que te ibas a mudar y pensé que nunca más nos veríamos. Cuando llegué y vi que ya no estabas, me asusté. Creí que había llegado tarde, que ya no te volvería a ver.
– Pero aquí estoy y no me quiero ir a ninguna parte –dijo Nicolás.
– Ese es el problema. Cuando te vi, tuve un impulso desesperado. Me equivoqué, esto no debió pasar.
– No entiendo. ¿Acaso prefieres que me vaya?
– No puedo estar aquí. Tengo que irme –Linda empezó a llorar.
Nicolás se le acercó nuevamente para intentar abrazarla, pero esta gritó aún más fuerte.
– ¡Aléjate! ¡No me toques!
– Pero, Linda…
– ¡Aléjate! –cogió una botella vacía de vino que encontró en la esquina de la habitación y la lanzó contra la pared.
– ¿Estás loca?
– Todo lo malo que me ha pasado en la vida ha sido por tu culpa.
– ¿Crees que eres la única que puede romper cosas? –dijo Nicolás enfurecido.
Caminó hacia donde acumulaba las botellas y lanzó una de cerveza contra la pared del baño. Los vidrios explotaron violentamente y algunos pedazos se le incrustaron en el brazo como esquirlas.
– Eres lo peor que me ha pasado –dijo Linda y se dirigió hacia la salida.
Nicolás caminó por la sala con el brazo cubierto de sangre y la cabeza caliente de ira, entró a la cocina y destapó una botella de whisky. Bebió en un solo sorbo lo suficiente como para que le queme la garganta al intentar tragarlo. Metió el brazo al lavadero y lo dejó dentro del agua fría por unos segundos, mientras escuchaba la puerta de la pensión cerrándose violentamente.
– Soy un idiota –dijo y tomó otro trago.
Regresó a su habitación con la botella en la mano, tomó unos cuantos sorbos mirando los vidrios rotos esparcidos por el suelo, pero no podía quedarse tranquilo. Golpeó la pared con cólera, se vistió y salió a caminar, intentando calmarse.
– ¿Todo lo malo en su vida? –pensó mientras caminaba–. ¿Cómo es posible que diga algo así?
Avanzó media cuadra y vio a Clarita y Rodrigo bajándose intempestivamente de un automóvil estacionado en la acera del frente.
– ¡Nicolás! –gritó la jovencita al verlo–. ¡Ayuda!
Clarita intentó correr hacia Nicolás, pero Rodrigo la cogió con una mano y con la otra le volteó la cara de una bofetada.
– ¡Maldita perra!– gritó Rodrigo.
Nicolás corrió hacia ambos, sin quitar la vista de Rodrigo. La ira lo consumía, el corazón le palpitaba a toda máquina. Cogió al muchacho del cuello y lo tiró de espaldas contra el suelo. Los nudillos de Nicolás impactaron contra la cara de Rodrigo una y otra vez, desfogando todo lo que tenía acumulado. Pensó en Linda y sintió el primer impacto de sus nudillos, se sintió bien. Pensó en don Aurelio y pudo distinguir el sonido de unos huesos triturándose tras el cuarto golpe.
Nicolás continuó sin piedad, hasta que se le agarrotaron los músculos del brazo. La cara de Clarita cambió de color al ver la deformación que había sufrido Rodrigo. Ahí yacía el muchacho intentando respirar mientras se atragantaba con su propia sangre, con la nariz plana y uno de sus pómulos completamente hundido. Nicolás ya no podía distinguir si la sangre en su brazo provenía del corte que se había hecho con la botella o del rostro de Rodrigo.
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Clarita empezó a vomitar. Nicolás, aún en shock, se sentó en la vereda y, entre la tembladera de sus dedos y los dolores que empezaba a sentir en sus nudillos, logró encender un cigarrillo.
– ¡Lo has matado! ¿Qué has hecho? –gritaba Clarita desesperada, mientras intentaba llamar a una ambulancia.
– Le arrebaté la justicia al destino –Nicolás le dio una calada a su cigarrillo y su mirada se perdió entre la multitud que se formaba a su alrededor.
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