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Una novela por entregas: Primer capítulo de ‘La escala de colores entre el cielo y el infierno’
Una novela por entregas: Primer capítulo de ‘La escala de colores entre el cielo y el infierno’
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Don Aurelio entró al bar desubicado. Olía extraño en ese lugar, como si las personas hubiesen permanecido ahí guardadas durante días. Pero le gustaba el olor, se sentía en un ambiente familiar.
Era un día a la mitad del invierno, el cielo estaba gris y la neblina inundaba las calles de la ciudad de Lima. El bar, situado a pocas cuadras de la plaza San Martín, estaba rodeado por casas y edificios despintados y maltrechos por la humedad.
Caminó hacia la barra despacio. Andaba flaco, casi hasta el punto de cortarse la piel con sus propios huesos. De ser una viva imagen de un héroe de película, ahora se parecía más a un escroto encogido por el frío.
Nicolás, su hijo, trabajaba como cantinero en ese bar. Aunque don Aurelio fuera un cliente recurrente, a Nicolás siempre le había incomodado su presencia. Le traía malos recuerdos de lo que fue ser criado por él.
-Voy a servirle algo al viejo, Linda.
Linda era una mujer atractiva. Tenía el pelo oscuro y lacio cubriéndola hasta la mitad de la espalda y los ojos negros como el asfalto. Era delgada y con atributos que hacían rechinar los dientes de todos los viejos borrachos en el bar.
Nicolás era un tipo alto, relativamente flaco y descuidado. Las canas ya habían comenzado a mostrarse en su cabeza y los litros diarios de alcohol se le habían acumulado a la altura del ombligo.
Linda sabía perfectamente lo que haría con su vida. Nicolás se contentaba con generar lo necesario para embriagarse y sobrevivir. Ella creía en el bien y el mal, el karma, el yin yang. A él le importaba un carajo la mayoría de las cosas.
-¿Te sirvo algo? –preguntó Nicolás al ver a su padre acercarse.
-Dame un ron.
El viejo se sentó y descansó la cabeza en la barra.
-¿Día difícil? –preguntó Nicolás.
-Peor que ser cogido sin vaselina –dijo el viejo.
-El ron siempre es buena vaselina para cuando nos coge la vida.
-Así es, chico –respondió-. Voy a necesitar bastante de eso.
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Habiendo pasado ya las ocho décadas, don Aurelio aún sentía que le faltaba vivir, pero su cuerpo estaba débil. Miró el vaso por un momento y lo tomó de golpe para luego pedir otros más.
-Ser viejo es una mierda –dijo-. Últimamente no me sirve ni la verga.
Nicolás sirvió unos cuantos vasos para él mismo, mientras escuchaba las quejas de su padre.
-Mira. Quiero que te des cuenta, muchacho –dijo señalando al resto de las personas en el bar.
-Mira a esta gente, perdiendo el tiempo en este lugar cuando deberían estar follando con sus mujeres. Seguro que llegan en tan mal estado a sus casas que no les da ni para darse una buena sacudida. No los sigas, muchacho, anda y cógete todo lo que puedas, cógete al mundo entero hasta que ya no te funcione.
-¿Quieres otro vaso? –interrumpió Nicolás.
-Buen chico. Me recuerdas mucho a mi hijo –dijo don Aurelio.
Ahí venía otra de sus lagunas mentales; esta vez no reconocía a su propio hijo. Nicolás miró por una pequeña ventana que daba a la calle.
-La neblina no deja ver nada allá afuera –dijo intentando cambiarle de tema.
-La neblina es lo único que me gusta de Lima. Le da un toque de misterio –respondió don Aurelio.
Luego de unos minutos, don Aurelio se paró al baño. Linda hizo un intento por ayudarlo, pero Nicolás la detuvo. Pasó un rato y se abrió la puerta del baño. Ahí estaba nuevamente don Aurelio. Nicolás sabía que su padre era un tipo duro, como Billy The Kid o Aquiles.
Este se sentó nuevamente y miró las fotografías antiguas que colgaban en la pared que tenía enfrente. Parecía intentar reconocer a alguien en estas.
-Sírveme uno más –dijo don Aurelio.
No pasaron más de diez minutos para que don Aurelio rinda la cabeza, dormido en la barra. Nicolás lo alzó y Linda se acercó para ayudarlo, pero Nicolás la detuvo nuevamente.
-No te preocupes, que yo me encargo del viejo –dijo Nicolás.
-No es su culpa el no entender lo que pasa.
-No empieces a defenderlo.
Nicolás llevó a su padre hasta su habitación y lo metió en su cama. Esta solía estar a oscuras. En la mesa de noche de don Aurelio estaban las mismas fotografías familiares que colgaban de la pared del bar.
Cuando Nicolás regresó, el letrero de la puerta andaba un poco torcido y lo acomodó. Lo leyó con seriedad: EL BAR DE DON AURELIO. Respiró profundo y bajó las escaleras para entrar al viejo y pestilente bar familiar.
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