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Una novela por entregas: Séptimo capítulo de ‘La escala de colores entre el cielo y el infierno’
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Por Juan José Roca Rey
Nicolás se encontraba postrado en la cama intentando escribirle una carta a Linda, pero el sonido de los carros lo desconcentraban. Eduardo le había aconsejado que le escriba y cierre ese capítulo. Notaba a Nicolás perdido, divagante y necesitado de un nuevo comienzo.
Cansado de pensar en lo que le escribiría, Nicolás se puso de pie, cogió un abrigo y salió a caminar. Subió por la avenida Benavides y entró a un café. Divisó una larga fila de personas esperando a ser atendidas. Casi desiste, pero el olor del café ya lo había hechizado y se puso a esperar al final.
– ¿Qué va a ordenar? –preguntó el que atendía sonriendo.
– Deme un americano, por favor, con una de azúcar.
– El azúcar se lo puede servir por la mesa de allá.
– Parece que cada día uno paga más y recibe menos –pensó.
Pagó y le dieron el vuelto. El que atendía le sonrió. Nicolás vio un frasco que decía “propinas”, así que se alejó del mostrador devolviéndole la sonrisa.
– Ahora lo llamamos con su pedido –dijo el tipo, desilusionado.
Fue hacia los sillones y se sentó a leer la revista Ilustres. Pasó las páginas hasta que llegó a la parte de eventos sociales. Reconoció a algunos personajes de la televisión, todos sonreían con sus elegantes trajes y dientes brillantes. Todos se sentían famosos.
– Sarta de soretes –pensó.
Levantó la cabeza y vio alrededor a mucha gente llevando finos ternos, guardando silencio y escuchando la música lenta que sonaba en el local. Reconoció el olor de los ejecutivos por la mañana, bañados en perfume y la frialdad en sus miradas. Una vez más recordó por qué odiaba tanto las multitudes.
– ¿Señor Nilas? –dijo una morena que atendía.
– Es Nicolás –respondió.
– Disculpa –dijo esta, con risa fingida.
– Este lugar es un velorio. Pónmelo para llevar, por favor –dijo Nicolás riendo y esta vez metió unas monedas en el frasco de propinas.
La morena lo miró, ahora con cara amable y se lo alistó para llevar.
– No se olvide de ponerle azúcar por la mesa de allá, si le apetece.
Nicolás salió de regreso a la pensión. Vestía una camisa formal, pantalón azul y zapatos lustrados. No tenía nada importante que hacer ese día, pero tenía la idea de verse decente para no sentirse tan inútil.
Tomó con cuidado el café, pero aun así se quemó la lengua. Pensó en las casonas antiguas que fueron reemplazadas por los edificios miraflorinos. Recordó a don Aurelio, su padre, ebrio y quejándose por cómo se inflaban los precios de las casas, cuando cada día la ciudad se volvía un lugar más horrible para vivir.
Llegó al semáforo de la avenida República de Panamá (la ahora llamada avenida Roosevelt) y paró a esperar a que pasen los últimos conductores. Vio lo que parecía un empresario en un carro deportivo con una rubia de unos quince años menor a su lado.
– Qué suerte la de ese cabrón –pensó e imaginó lo que sería estar en su lugar, pero sintió pena por la muchacha.
– Qué miembro tan horrible y arrugado debe tocar todas las mañanas.
Esto lo llevó a pensar en Linda y en lo que pasó con don Aurelio. Pensó en cómo la sociedad entorpece la manera de ver a la mujer. En la pelea constante por el poder que existe en las relaciones. En cómo el ser humano vivía lanzando lo que le quedaba de humanidad por la borda.
Cruzó la avenida, compró unos cigarrillos en la estación de servicios y luego fue a caminar por el Parque Reducto. Pasó mirando los monumentos y las estatuas dedicados a la guerra con Chile. Recordó que a don Aurelio le encantaba ese tipo de lugares y que siempre decía que en donde ya había pasado una guerra, se sentía la paz más que en ningún otro sitio.
Notó que algunas estatuas estaban deterioradas. Parecía que ya nadie se encargaba de mantenerlas. Pensó en la tumba abandonada de su padre y se preguntó si Linda la habría visitado.
Tomó otro sorbo de café y sintió el vapor humedeciéndole la cara. Se quedó pegado al vaso por un momento. Siguió andando y volteó algunas esquinas, hasta que por fin llegó a la pensión.
Botó lo que quedaba de café por el lavatorio del baño, se quitó los pantalones y se tiró en la cama decidido a escribir esa carta tan necesaria. Concluyó que su guerra con don Aurelio había terminado y que era hora de vivir.
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