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Una novela por entregas: Undécimo capítulo de ‘La escala de colores entre el cielo y el infierno’
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VERDI
Por: Juan José Roca Rey
– ¿Te quedas por aquí? –preguntó Nicolás.
– Sí. Hace rato que estoy cruzando miradas con esa flaquita de negro –respondió Eduardo, aún sentado en una de las sillas de la barra.
Eduardo, como buen cazador, había puesto el ojo en su objetivo. Según su experiencia, cualquier descuido podría terminar en una oportunidad para que otro depredador se lleve a su presa entre los colmillos.
Nicolás se marchó rápidamente a buscar a la señora Clauss y Eduardo ordenó unas cuantas cervezas para coger valor. Esta vez no se le hacía tan fácil acercarse. No sabía qué le sucedía, pero al ver la manera en la que esos ojos se achinaban al sonreír y el marcado hoyuelo que se formaba al lado izquierdo de la cara de aquella morena, sintió un peso encima que no le dejaba pararse del asiento. Era como si le recordara a alguien borrado de su memoria por algún mal motivo. Alguien de alguna vida pasada, de una vida llena de inseguridades.
– ¿Será que no estoy a su altura? –pensó.– No seas idiota, Eduardo –dijo intentando recuperar su enorme ego.– Te estás pareciendo a Nicolás.
Pasaron unos minutos y la vio levantarse y caminar hacia la terraza.
– Ahora o nunca –dijo Eduardo, tomando un último trago.
Se levantó de la barra, sacó un cigarrillo y la siguió.
Ahí estaba aquella radiante morena, parada bajo la luz de uno de los faroles antiguos que adornaban la terraza, vistiendo un atuendo negro que acentuaba sus curvas y aceleraba la imaginación de quien la mirara.
– ¿Tienes fuego? –preguntó Eduardo.
La morena le alcanzó el encendedor que había puesto sobre la baranda, sin dirigirle la palabra.
– ¿Has venido sola? –preguntó esta vez.
Estaba nervioso. Le sudaban las manos. Había hecho esto cientos de veces, pero por primera vez no sabía qué decir.
– ¿Acaso me estás acosando? –preguntó seria.
Eduardo se rio nervioso y le dio otra calada a su cigarro. Pero luego de unos segundos la reconoció.
– ¿Verdi? –dijo Eduardo sorprendido, mientras su cabeza se llenaba de miles de recuerdos de angustia, dolor, soledad y tristeza.– ¡Verdi! ¡Eres Verdi! ¡No puedo creer que seas Verdi! –dijo encorvándose.
– Sí, creo que quedó claro que soy Verdi –dijo ella sarcástica.
Eduardo la miró extrañado.
– ¿No te acuerdas de mí? –preguntó.– Soy Eduardo.
– ¿Eduardo? Pero si…
– He crecido un poco.
– Bastante –se rio Verdi.
– No nos vemos hace tiempo –dijo Eduardo, mientras Verdi lo abrazaba emocionada.
Hacía muchos años, cuando eran aún adolescentes, se habían conocido. Ambos eran tímidos y poco desarrollados para su edad. No eran muy populares en sociedad, retraídos, metidos en su propio mundo, sin muchas oportunidades de sobrevivir en la jungla que es Lima.
Con el tiempo, llegaron a enamorarse. Pero pasaron los años y Verdi empezó a notar cambios radicales en su cuerpo, mientras Eduardo aún seguía pequeño y débil. Los chicos empezaron a notar las curvas de Verdi y esta no dudó en devolverles la mirada. A raíz de esto, Eduardo se sintió disminuido. Como una rata en el medio de la carretera, pequeño e indefenso. Intentando regresar a su refugio.
– ¿Quién diría que Eduardo, el timidito, se me acercaría en un bar? – dijo Verdi.– Así que ahora eres todo un player.
Ambos se rieron.
– Tuve que aprender a sobrevivir después de lo que pasó entre nosotros.
– Bueno. La clásica historia del ángel que se vuelve diablo –dijo Verdi.
Ambos se rieron. En pocos minutos habían revivido aquella química de muchos años atrás.
– Me he mudado por aquí, a pocas cuadras –dijo Verdi.
– Podríamos ir a tu casa a tomar algo –sugirió Eduardo.
– No creo que tengas tanta suerte hoy.
– Veo que mi suerte no cambia con los años.
Se miraron durante unos segundos.
– Tenemos que irnos, Verdi –dijo un tipo, acercándose.
– Espero verte más seguido –se despidió ella.
– ¿Quién era ese? –preguntó el tipo, mientras cogía a Verdi de la mano y la llevaba a la salida.
Eduardo se quedó mirándola a la distancia por un momento.
– Voltea, voltea –se repetía.
Verdi volteó y le sonrió una vez más, antes de desaparecer por la puerta del bar.
Eduardo entró nuevamente y se sentó en el mismo lugar de la barra. Minutos después vio llegar a Nicolás con el ojo morado y ordenó dos cervezas.
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– ¿Clarita? –preguntó.
– Sí –respondió Nicolás.
– Te dije que esa muchacha estaba loca.
– Un verdadero angelito –respondió Nicolás.– ¿Qué pasó con la morena que habías visto?
– Creo que era lesbiana –mintió Eduardo.
Pasaron las horas y se quedaron tomando, mientras Eduardo inventaba excusas sobre por qué la morena lo había rechazado, pero no pudo dejar de pensar en Verdi en toda la noche.
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