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Una novela por entregas: Vigésimo primer capítulo de ‘La escala de colores entre el cielo y el infierno’
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El día estaba nublado y el sonido de los carros en la calle irritaba a las personas que vivían en la ciudad. Por la ventana se escuchaban gritos, bocinazos, llantas frenando bruscamente y chillando por el roce con el asfalto, vehículos con el escape roto asemejándose a los disparos de una ametralladora y a lo lejos se veía una cortina de neblina a punto de devorar la ciudad.
Nicolás se despertó esta vez porque el cigarrillo que llevaba prendido en la boca se le cayó encima del pecho y el fuego le penetró la camisa, quemándole la piel. Tenía una resaca asesina esa mañana y hacía una semana que Linda le había dejado la invitación a su boda. El mundo no lo quería ver sonreír, la vida lo pisoteaba como a un insecto cada vez que intentaba volar.
Se paró de la cama saltando de dolor y se frotó el pecho asustado, apagando las cenizas. Intentó mover la lengua y sintió la boca seca, removió algunas latas de cerveza buscando algo que tomar e ingirió algunos residuos que habían quedado en estas. En una oportunidad probó un chorro de cerveza con cenizas y casi se traga dos colillas de cigarrillo que anteriormente había apagado dentro de una de las latas. Escupió los residuos que quedaron en su boca y sintió náuseas. Cogió el tubo de pastillas y se metió las últimas cuatro a la boca, para pasarlas con un poco de cerveza que encontró en otra de las latas en el suelo. Estaba agitado por el abrupto movimiento al ponerse de pie y empezó a marearse. Sus piernas estaban débiles, casi no se había parado en siete días.
Se quitó la ropa, la tiró en un rincón y se quedó en calzoncillos fumando un cigarrillo por la ventana. Alcanzó a ver la estatua de Ricardo Palma sentado en una de las bancas del Parque Tradiciones. Miró a las personas pasando a su alrededor sin siquiera preocuparse por mirarla. Pensó que el mundo no cambiaría si esa estatua desapareciera. Todo seguiría exactamente igual si nunca la hubiesen puesto en esa banca. La comparó a las cabezas de cuervo que pusieron en uno de los parques de Barranco, pero luego imaginó que estas podrían ser utilizadas como espantapájaros, para evitar que las palomas caguen en la vereda. Al menos esas tienen una razón de estar ahí, por lo menos las personas voltean a verlas cuando pasan. Nicolás no sentía que lo miraran ni bien ni mal. Solo pensaba que, si muriera atropellado en la carretera, los camiones y autobuses seguirían pasándole por encima, hasta volverse parte del asfalto, como uno de los muchos perros callejeros que sufren esa suerte a diario.
Apagó el cigarrillo encima de la acumulación de colillas que había en el cenicero de la mesa de noche, se quitó los calzoncillos y caminó hacia la ducha. Esperó unos segundos a que el agua se caliente y se metió debajo del chorro. Pensó en lo que le deparaba la vida, cómo seguiría el mundo sin él, el poco cambio que hacía en las personas. Sus lágrimas lograban esconderse con el agua que le caía en la cabeza, hasta que probó el sabor salado de una de estas. Los mareos aumentaron, sus piernas se adormecieron, los sonidos provenientes de la calle se hacían más lejanos y sus ojos empezaban a apagarse. Hizo un gran esfuerzo por mantenerse de pie, pero sus rodillas le traicionaron. Se le doblaron las piernas y cayó de rodillas, golpeando su cabeza contra la pared de la ducha. Abrió los ojos con esfuerzo y notó una mancha de sangre en una de las losetas de la pared. Se tocó la frente con la mano y sintió un corte en la ceja.
Maldijo al cigarrillo mañanero que acababa de apagar, a la pirámide de cervezas que había armado al lado de su cama, a cada una de las botellas vacías que había almacenado en la esquina de su habitación y a las que ahora estaban rotas y esparcidas por el suelo. Maldijo también a las tantas pastillas que ingirió y a los causantes de sus penas: Don Aurelio y Linda.
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Intentó ponerse de pie una vez más, apoyándose en lo que encontrara al frente, pero su cuerpo ya no le respondía. Sus manos resbalaron y cayó como un pedazo de plomo, de cara contra el suelo. Pudo contar las veces que respiró hasta antes de quedar completamente inconsciente, mientras el agua se llevaba la sangre que salía de su frente, formando un rastro rojo hasta el drenaje.
Por fin, se dejó llevar. Tal vez era una buena oportunidad para desaparecer. ¿Cuál sería la diferencia?
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