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Vigésimo cuarto capítulo de Ella, la novela de Pablo Cermeño
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ELLA
Pablo Cermeño
Ya había caído la noche, un día después del asesinato de la pelirroja, cuando Luciano recibió la llamada de Sara.
–¿Recuerdas que te dije que no teníamos nada de qué preocuparnos? –dijo Sara, sin haberlo saludado siquiera–. Bueno, creo que podríamos tener un problema. Acabo de hablar con Carla y me ha dicho que, desde hace algún tiempo, tiene contratado un investigador privado. Te sugiero que busques a Carolina y le digas que desaparezca. Si llegan a ella, llegan a ti.
Eso hizo Luciano. Subió las escaleras del edificio, pensando en la mejor manera de abordar a Carolina. De pie, frente a su puerta, recordó los momentos bonitos que había vivido con ella. Sonrió. Tocó la puerta, pero nadie abrió. Sabía que ella no estaba en el trabajo; previamente había hablado con su compañero del bar y este le dijo que Carolina no había ido, que seguramente se encontraba enferma. Le pareció extraño, era muy temprano para que estuviese dormida, pero muy tarde para estar fuera de casa si no había ido a trabajar. Ella no era de las personas que faltan así porque sí. Volvió a tocar, esta vez más fuerte. “Carolina, soy yo, Luciano”, gritó. “Abre la puerta. Necesito hablar contigo”. Nada, ni siquiera se escucharon pasos adentro. “Algo no anda bien”, pensó. De inmediato, metió su mano en el bolsillo del pantalón y sacó la llave que nunca le había devuelto. La introdujo en la cerradura y abrió. Empujó la puerta con cuidado y entró sigilosamente. Al segundo paso, sus piernas se detuvieron y cayó al piso sobre sus rodillas. Carolina yacía muerta, desangrada, frente a sus ojos. Sin que aún el pánico se hubiera apoderado de él, sus tripas se contrajeron de una manera tal que vomitó sobre el cuerpo sin vida de la pelirroja. Empezó a temblar. Sin saber qué más hacer, se limpió las manos en el pantalón, sacó su teléfono y llamó a Sara.
–Carolina está muerta. Carolina está muerta –era lo único que salía de su boca–. Dos tiros en el pecho y uno entre los ojos.
–¿Qué estás diciendo? –preguntó Sara.
Luciano siguió repitiendo lo mismo.
–¿Cómo que está muerta? ¿Qué estás diciendo?
–Entré a su departamento y estaba muerta.
–¿Cómo entraste a su departamento si estaba muerta?
–Eso no es importante. Te estoy diciendo que está muerta.
–Luciano, sí es importante. ¿Cómo entraste? –dijo Sara.
–Tenía una llave.
–Dios mío –exclamó Sara–. ¿Alguien te vio entrar?
–No, nadie.
–Tienes que salir de allí de inmediato –dijo Sara–. Limpia todo lo que hayas tocado y vete de allí ahora mismo.
–Está bien –dijo Luciano–. Voy a limpiar todo esto y me voy.
–No la toques para nada. Si descubren que has estado allí, podrían acusarte de haberla matado.
–Yo sé. Yo sé. Lo que pasa es que vomité encima de ella.
–¿Qué? –gritó Sara–. ¿Cómo pasó eso, Luciano? No lo puedo creer, maldita sea. Limpia eso de una vez y sal de allí.
Sabiendo que era imposible limpiar el pantalón, y sintiéndose un ser repugnante, se lo quitó. Limpió todo y la dejó así. “Lo siento mucho, Carolina”, pensó.
Sara Bustamante lo estaba esperando en su apartamento, lista para seguir moviendo las fichas.
–No lo puedo creer –dijo ella, entrecortando sus palabras con su dramático llanto–. Jamás pensé que tendríamos que llegar a este momento. No importa si me pasa algo a mí, yo merezco su venganza por haberme metido en su matrimonio. Pero tú, Luciano, tú no mereces eso. Ella estropeó su matrimonio, te estropeó a ti.
–Yo no voy a dejar que te ponga un dedo encima –dijo Luciano–. Ya son tres las personas que ha matado Carla. Ella tiene que morir.
Sara le quitó las manos de encima, como si escuchar eso la hubiera tomado por sorpresa. Incluso como si Luciano hubiera cruzado una línea moral que ella no estaba dispuesta a cruzar. Él lo sintió, se dio cuenta. Rápidamente buscó su mirada.
–No hay otra manera, lo sabes –dijo él, confundido–. Pensé que era lo que querías.
Sara quedó viéndolo, disfrazando de consternación su mirada, para luego aceptar que esa era la única solución. Acordaron que, debido a la hora, lo mejor sería hacerlo al día siguiente, para conseguir lo necesario y no dejar rastros. Pero que Luciano debía tener consigo su pasaporte, para así, luego, poder irse del país por un tiempo.
Llegaron al apartamento de Carla ya de madrugada. Solo entró Luciano, Sara quedó esperándolo en el auto. Luego de verla dormir, puso su pasaporte y otras cosas más en una mochila, y salió hacia la sala. Sonó su teléfono:
-Sara, ya estoy por bajar.
-¿Está todo bien?
-Sí, solo demoré un poco más de lo previsto.
-Sal de una vez, antes que se despierte o pase algo –advirtió ella.
-No te preocupes –dijo él–. Está completamente dormida. De haber querido, la habría podido matar sin problemas –añadió–. Pero no pude, ¿sabes? Espero poder hacerlo mañana.
-Hablamos acá, ya baja de una vez.
Luciano colgó el teléfono y salió del apartamento. Pero no se dio cuenta de que Carla no había estado dormida realmente. Lo había seguido a la sala y había escuchado todo. Eso acabó con ella, rompió su corazón y la destruyó por completo.
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