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Morir cada mañana [CRÓNICA]
Max quedó sin poder moverse nunca más. Sin poder hablar. Sin poder pensar. Sin poder agradecerle a su mamá por lo único que realmente importa: ese amor perfecto y umbilical.
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Por Mijael Garrido Lecca
“No podría resistir tanto dolor. Si Max se muere creo que preferiría ya no estar; preferiría irme con él. Creo que tener mi hijito así duele tanto como perderlo. O no, creo que duele más: cada vez que empeora yo me muero un poco. No puedo aceptar que mi hijo esté en una cama cuadripléjico para siempre. Me agarro de la esperanza de que algún día pueda hacer algún sonido, algo”.
“No podría resistir tanto dolor. Si Max se muere creo que preferiría ya no estar; preferiría irme con él. Creo que tener mi hijito así duele tanto como perderlo. O no, creo que duele más: cada vez que empeora yo me muero un poco. No puedo aceptar que mi hijo esté en una cama cuadripléjico para siempre. Me agarro de la esperanza de que algún día pueda hacer algún sonido, algo”.
A Mirtha los ojos le tiemblan y aprieta las comisuras de sus labios para no quebrarse en llanto. Quizás ya no le queda fuerza en las tripas para llorar si quiere; no sé. Mirtha Ruiz tiene 45 años y dos hijos: Max y Fernando. El padre de los niños la dejó hace muchos años y la convirtió en una de esas miles de mujeres valientes que, solas, crían y hacen vida. Que son mamá y papá.
Cuando sus hijos empezaron a necesitar más y más, Mirtha no se quebró: organizó, por años, polladas en su casa para 'cachuelearse' y con el tiempo aprendió a cobrar en una combi. Y fue cobradora por varios años. La vida de Mirtha era jodida, polvorienta, lejana. Perdida en alguno de los recovecos que los cerros de Ventanilla esconden. Pero Mirtha recuerda ahora que era feliz.
Primero llegó el cáncer: un día Mirtha se encontró un bultito raro y unos señores vestidos de blanco le explicaron que iba a tener que hacer quimioterapia para salvarse. Con la cabeza casi desnuda siguió cobrando en la combi. Con chullo. Con coraje. Con el amor que solo una madre entiende. Pero el cáncer era solo la puerta de un infierno de burocracia y de ese bicho sin alma que es el Estado.
En setiembre de 2011, Max —un niño feliz con la inocencia que tener siete años regala— empezó a atorarse: su mamá encontró que una carnosidad le había crecido en la garganta; "chiquitita" dice que era. Mirtha llevó a su hijo al Hospital Almenara de EsSalud, a buscar que ese bultito que hacía toser a su hijo se vaya. Para poder regresar juntos a vivir. La operación es fácil, le dijeron varios.
Y fue fácil: la carnosidad fue removida con solvencia y Max apretó la mano de su mamá y trató de sonreírle. No pudo. No pudo nunca más. Como en el Almenara no había espacio en la unidad de cuidados intensivos de pediatría, lo pusieron en una sala común de adultos. Mirtha dice que Max se señalaba la garganta, que no podía respirar; enfermeras le dijeron que no pasaba nada.
Las enfermeras y los médicos se fueron. Max se ahogó con el tubo con el que debía respirar hasta esa tarde en que le darían de alta y le dio una hipoxia cerebral —mal que Mirtha pronuncia arrastrando cada letra—. Max quedó sin poder moverse nunca más. Sin poder hablar. Sin poder pensar. Sin poder agradecerle a su mamá por lo único que realmente importa: ese amor perfecto y umbilical.
Allí acabó la vida de Max. Hoy vive postrado en una cama, lleno de tubos por los que su cuerpito que va haciéndose el de un hombre recibe y bota. Con pañales y sin poder ser el hombre que debió encontrarse con un destino diferente. Pero allí empezó la lucha de Mirtha: fue a juicio. Ganó. Logró una indemnización. Logró darle a su hijito la vida más cómoda que su esfuerzo le permite.
El 22 de julio pasado, Max fue nuevamente internado por un leve episodio de náuseas. Pasó los próximos meses allí, de nuevo. De nuevo, mierda. Mirtha no sabe explicar —ni sus doctores— por qué le cortaron el vaso. Por qué Max ya casi no tiene intestinos. Por qué está peor. Hoy Mirtha solo tiene una oportunidad: que su hijo viaje a un hospital especializado en Pittsburg. A ver si vive.
Pero en EsSalud tienen otras prioridades. Otras cosas en las que pensar. Otras lágrimas que secar. Mañana Mirtha volverá como casi cada semana a amarrarse en la puerta del Almenara. Para gritar, para quedarse ronca diciendo que la indiferencia, la impericia, la negligencia no solo mataron al cuerpo de su hijo, sino que le acuchillaron el alma a ella. A una madre que no quiere vivir más.
¿Cómo puede habitar en un cuerpo tanto infierno, tanta lágrima? Mirtha dice que Dios le va a dar fuerza para seguir. Que así sea, mientras esa legión de ineptos que partieron dos vidas siguen caminando por las calles, conversando, bailando y criando a sus hijos. Pero que recuerden que la vida no es justa y —solo así, con tanto— una mujer puede dejar de ser una madre y ser una heroína.
¡Cómo, hermanos humanos,
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tanta
lagartija y tanta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud: ¿qué hacer?
¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.
?
César Vallejo.
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tanta
lagartija y tanta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud: ¿qué hacer?
¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.
?
César Vallejo.
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