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Pequeñas f(r)icciones: Tres son multitud

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Alberto Fujimori caminó bajo el sopor ardiente del mediodía. Lo hizo lento, inseguro, algo encorvado, pero sin necesidad de un bastón. Lo acompañó, en cambio, uno de los policías asignados a la seguridad en el fundo Barbadillo, en la Diroes. Ni bien lo hicieron ingresar a un cuarto, que parecía haber sido alguna vez la enfermería, le pidieron que tome asiento. En seguida, el guardia que lo había escoltado dio media vuelta y enrumbó hacia la puerta.
—Joven —dijo Fujimori—. ¿No me va a decir por qué me trajo hasta acá?
El policía lo miró con cierta condescendencia.
—Lo siento, señor —respondió—. Yo solo cumplo órdenes.
Fujimori hizo un puchero con los labios y asintió con la cabeza. Luego, se movió un par de veces hasta lograr estar lo más cómodo posible en la silla. En ese instante, la puerta se abrió y vio ingresar a Pedro Castillo, así como lo había hecho él, acompañado de un policía. Bajo la vigilante mirada de Fujimori, Castillo dio un par de pasos y llegó aliviado hasta una silla, como si fuera un náufrago alcanzando la tierra más cercana.
—Buenas tardes —dijo Fujimori. Solo entonces Castillo volteó a verlo.
—Buenas —dijo, a secas.
Tras ello, el silencio volvió a llenar el lugar. Dos minutos después, la puerta volvió a abrirse, y Fujimori y Castillo apuntaron sus miradas hacia ella. Emergió entonces la figura de Alejandro Toledo, también escoltado por un policía.
—Cartón lleno —dijo Fujimori.
—¿De qué cartón habla? —preguntó Castillo.
Toledo caminó directo a la silla más cercana, sin mirar a nadie, como si hubiera entrado a un salón vacío. Castillo, que estaba más próximo a Toledo quiso recibirlo como Fujimori lo había recibido a él, dándole una pequeña muestra de educación.
—Buenas tardes, señor Toledo —dijo Castillo.
Toledo volteó a encontrarse con el origen de aquella voz. Al ver a Castillo, asintió levemente la cabeza. Después, miró todavía más allá y encontró el rostro gastado de Fujimori. El líder del fujimorismo aceptó el duelo visual y, a su vez, se quedó mirando fijo a Toledo. Castillo, de súbito, en medio de ese cruce de miradas, abrió más los ojos.
—Claro —dijo, como respondiendo una pregunta que nadie le había hecho—. Ustedes se odian. Por culpa de usted –dijo mirando a Toledo—, lo sacaron a él.
—Así fue.
—No se equivoque, señor Castillo —intervino Fujimori, rompiendo la batalla de miradas, y ahora observando al exlíder de Perú Libre—. Yo tuve que renunciar por culpa de los vladivideos. Si no fuera por eso, de repente todavía seguiría en el gobierno.
—Ya pues, Chino. Tú sabes bien que si no fuera por la Marcha de los Cuatro Suyos y por toda la oposición que hice antes, los vladivideos no hubieran tenido tanto impacto.
—Eso no es verdad —dijo Fujimori.
—Di lo que quieras, pero tú sabes bien que yo te hice caer.
Fujimori esbozó una sonrisa nerviosa. Luego, una chispa de malicia apareció en sus ojos.
—¿Y qué paso contigo? —preguntó—. ¿A ti quién te hizo caer?
Castillo parecía el espectador de un partido de tenis. Moviendo la cabeza de un lado a otro, según quien iba dando los golpes.
—¿Quién me hizo caer? —repitió la pregunta Toledo, tratando de minimizarla—. A mí nadie me hizo caer. Yo no me caí, Chino. Te estás confundiendo. Yo sí terminé mi gobierno. Yo no renuncié por fax desde el extranjero.
—Si no caíste, entonces, ¿qué haces aquí? ¿Has venido desde Estados Unidos solo a visitarme a mí y al señor Castillo? No creo, ¿no?
—Sigues confundiendo las cosas, Chino. Yo no hablé de por qué estás preso, sino de por qué no terminaste tu gobierno.
—No lo terminé por los vladivideos.
—Otra vez con lo mismo.
Castillo lanzó una risa leve, pero Toledo la escuchó con meridiana claridad. El hombre de Cabana redireccionó sus baterías.
—¿Y tú, Cholo? —preguntó a Castillo—. ¿Cómo fue lo tuyo? Lo tuyo sí fue un verdadero autogolpe porque te golpeaste a ti mismo.
Fujimori dio un suspiro. Luego, sin voltear demasiado la cabeza, miró a Castillo. También tenía curiosidad por su respuesta.
—¿Me estás diciendo cholo a mí? —preguntó Castillo mirando a Toledo.
—Sí —dijo Toledo—. Te estoy diciendo cholo a ti. ¿Te molesta?
—No me molesta, pero yo tengo un nombre. Además, así como yo lo trato con respeto por haber sido presidente, no se olvide, señor Toledo, que yo también he sido presidente. Aquí todos hemos gobernado.
—Yo goberné 10 años —intervino Fujimori.
—Yo 5 —dijo Toledo.
—Yo… bueno, no importan los años —dijo Castillo—. La cosa es que todos hemos sido presidentes.
—Ya pues, Cholo —dijo Toledo—. Cuéntanos qué pasó.
—Está bien, resulta que…
—Y no nos vayas a contar eso de que te drogaron, o que te obligaron, o que te amenazaron… a nosotros no nos vengas con esos cuentos. ¿Sí o no, Chino?
—De acuerdo —dijo Fujimori a Toledo y luego se dirigió a Castillo—. Estamos en confianza. Cuéntenos qué paso en realidad.
Castillo miró a Fujimori y luego a Toledo.
—Me dijeron que en el Congreso tenían los votos para vacarme esa misma tarde. Por eso me lancé.
—Pero cómo se te ocurre dar un golpe sin el respaldo de los tanques —dijo Fujimori.
—Es que me dijeron que sí tenía el respaldo.
—Pero quién te dijo eso —dijo Toledo.
Castillo sopesó la situación y tomó una decisión. Iba a hablar con la verdad más absoluta.
—Serían las ocho de la mañana y yo estaba en despacho presidencial —dijo Castillo—. Recuerdo que Aníbal Torres…
Entonces, de golpe, un oficial de la policía ingresó y Castillo interrumpió su relato. El policía saludó cortésmente y quedó de pie frente a ellos. Ninguno de los tres expresidentes lo había visto antes. Toledo, que lo tenía más cerca, le contó los galones sobre el hombro: seis. “Un coronel”, pensó, “deberían habernos mandado un general por lo menos”.
—Les pido disculpas por haber tenido que traerlos sin explicación. Ocurre que se recibió una llamada anónima advirtiéndonos que habían colocado un artefacto explosivo contra “el huésped más importante del fundo Barbadillo”. Felizmente, el peligro ya está descartado.
El coronel terminó de hablar, se despidió y se fue. Los tres expresidentes se miraron unos a otros. De repente, el tema de Castillo y su autogolpe había perdido total interés. La guerra de egos empezó: cada uno de ellos se consideraba a sí mismo el principal huésped, en buena cuenta, el preso más importante. La discusión solo se interrumpió porque tres policías ingresaron y los escoltaron a sus respectivos lugares de reclusión.
Uno de los efectivos, que había entendido el tenor de la polémica, murmuró: “No es por alabarlos, pero, de algún modo, todos tienen la razón”.

El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!