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“Amarillito, amarillanto, flor de retama”
“Somos una sociedad con amarguras muy profundas para haber producido ese deprecio por la vida. En la película Sendero no es la historia, la verdadera historia (…) es el encuentro de las dos mujeres…”.
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La madre le dijo que este país es una letrina y un cementerio, y que no le interesa hablar de la mierda ni de los muertos. No fue por ella, sino haciendo trámites, que se enteró que su padre no estaba muerto, sino en prisión. Supo que las abandonó para irse con Sendero; por eso su madre y ella tuvieron que huir a Suecia, cuando tenía tres años. El tío materno siembra la necesidad de buscar al padre y la abuela paterna la acompaña al encuentro. Sin embargo, sin poder ir a ningún lado, treinta años después, el padre la vuelve a abandonar. ¿Quién es esa? Es tu hija. Soy Alejandra, la hija de Edith. Si tu madre es Edith, ella también es tu padre. El padre morirá de cáncer y Alejandra se preguntará por sus raíces. La abuela la volverá a acompañar en este viaje a la semilla. Esta es la historia de La piel más temida, de Joel Calero, que anda dando vueltas en programas y en redes, acusada de romantizar a Sendero o celebrada por lo mismo. Quienes la critican sostienen que el indulto por el cáncer terminal humaniza al padre, que se debió insistir en que es un terrorista asesino. Calero contesta que sí se dice que el padre es un asesino, de los más brutales, 73 personas destajadas como ganado. Pero ese no debería ser el debate. Una película, como obra de arte, no está regida por las leyes de las ciencias, obligadas a encontrar la verdad y a producir conocimiento, sino que está regida por las leyes de la estética, obligadas a buscar armonía o disonancia, belleza o fealdad, para producir sentimiento. Por eso a una película no se le debe juzgar por lo que dice o deja de decir, sino por lo que conmueve.
Cuando el arte renuncia a conmover, produce propaganda, como las películas nazis o americanas durante la Segunda Guerra Mundial. Las películas propaganda tienen una versión perversa, la banalidad del mal, la de humanizar a los asesinos, que se insertan en un sistema sin reflexionar sobre la maldad de sus actos, como la del funcionario alemán que extermina judíos en un campo de concentración pero que se le muestra en familia, como un padre amoroso (Hannah Arendt). La piel más temida no banaliza al padre, aunque sus padecimientos despierten lástima. Lo muestra como asesino en política y como un gran hijo de puta en la vida privada, porque abandona a su familia para meterse de terrorista, rechaza el encuentro con la hija en la prisión y, a pesar de que lo cuida en su agonía, no le concede ni una palabra, ni un gesto, ni una mirada. Alejandra y su abuela son muy diferentes entre sí: vieja vs. joven, retaca vs. espigada, arrugada vs. tersa, quechuahablante vs. angloparlante, la miseria de un caserío lejos del Cusco vs. la abundancia de herencias coloniales lejos de Estocolmo. Sin embargo, se encuentran en el cuidado del hijo de una y padre de la otra. Aunque fueron abandonadas por él, le alivian la hora de su muerte. El mérito de Calero es mostrar que Sendero vivió entre nosotros, encarnado en hijos y padres, madres y esposas, vecinos y amigos, parientes todos. La pregunta no es por qué Sendero mató, sino por qué apareció. Pobreza, desigualdades, racismo y hasta guerra interna había y hay en otros lugares. ¿Por qué solo apareció en Perú? Una pista: en Ayacucho, mientras Sendero asesinaba a decenas de campesinos en Lucanamarca, el Ejército los asesinaba en Putis y en Lima la televisión trasmitía durante 15 horas el motín del penal El Sexto, con la tortura a los rehenes, que, ensangrentados de puñaladas, suplicaban piedad en vivo y en directo. Somos una sociedad con amarguras muy profundas para haber producido ese deprecio por la vida. En la película Sendero no es la historia; la verdadera historia, la que conmueve, es el encuentro de las dos mujeres y la alegoría de dos mundos, cuyas diferencias se acercan y las heridas se curan despojándose de intereses propios para cuidar a los demás, como si todos los muertos fuesen propios. Cuando se encuentran, descubren que se parecen en sus raíces, piel de mestizaje, color cobrizo, color de la esperanza. Esa es el arte de la película, mostrarnos desde el sentimiento una posibilidad para superar tanta amargura. Pero, mientras las heridas sigan abiertas, la memoria de lo que pasó seguirá siendo interrogada por el arte (Ricardo Bedoya). Bien que así sea.
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