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Beto Ortiz: Nosotros también fuimos
Este artículo es, en realidad, un buen pretexto para enviarte la carta que hace bastante tiempo quería escribirte. Quería, no, necesitaba escribirte.
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Dicen los viejos chamanes que, en esta vida, no hay que dejar círculos sin cerrar. Y los que escribimos sabemos que no hay que dejar historias a medio terminar, de modo que esta carta tiene el objetivo de buscarle un final adecuado a la nuestra. No te preocupes, te ahorraré el melodrama. Suficiente drama has tenido en tu vida últimamente como para que yo venga a añadirle más. La única razón por la que te escribo es porque estoy haciendo una especie de limpieza general. A veces, los corazones se vuelven almacenes de cachivaches, depósitos de objetos en desuso, así que es bueno deshacerse de las cosas que ocupan un espacio que ya pertenece a lo que vendrá. Y, quince años después de haberte conocido, puedo decir ahora, con certeza, que mi historia contigo –tu historia conmigo– es una venerable antigüedad, un souvenir del remoto pasado que ya podríamos ir donando a algún museo. Esta carta pretende, por eso, convertirse en una especie de certificado de caducidad, en una constancia notarial de que ya fuimos. Para que este documento tenga validez, yo necesito decirte aquí algunas pocas cosas que he tenido atascadas en la garganta desde la última vez que nos vimos. Léelas como una breve crónica que he querido escribir –como tantas otras que, sobre ti, debo haber escrito en el pasado– más para explicarme cosas a mí mismo que a los demás. Escribir es lo único que me permite continuar con mi safari más contento. Y eso es exactamente lo que haré en el preciso instante en que tú la hayas leído. El último libro que publiqué estaba repleto de alusiones a ti. Por si eso fuera poco, cuando ya estaba listo para entrar a la imprenta, a última hora, quise dedicártelo. Es una huevada súper cursi, claro. Le mandé un whatsapp a mi editor con el texto exacto con el cual te lo dedicaría en la cuarta página, con nombre y apellido. Pero cuando ya lo había hecho, me arrepentí. Me acordé de las veces en que habías dado ciertas muestras, casi imperceptibles, de incomodidad de que la gente insistiera en relacionarte conmigo, así que llamé a la editorial y pedí que quitaran tu nombre y colocaran, en su lugar, una frase en clave que solo tú y algunos pocos descifrarían. Estoy seguro de que entendiste que te lo estaba dedicando. Que nunca dijeras ni una palabra sobre el particular me dio pena entonces, pero ya no. Las penas, con la práctica, se van transformando en melancolía –que siempre es más elegante– y, con un poco de suerte, también en una punzada esporádica, intermitente, un dolor fantasma que como viene, igual se va. En algo así como el alma en pena de una pena.
Tampoco es que fuera una sorpresa que no dijeras nada, de hecho, ese siempre fue tu estilo: el andar calladito por la sombra de las ceibas de tu bosque. Fue cobijado por esa cómoda sombra que, en febrero del año pasado, nació por fin el hijo varón que por tantos años habías anhelado volver a tener. Me alegró saberlo, de hecho, me hicieron llegar la noticia –por Face– con fotos y todo. Supe que estarías eufórico y radiante, y aluciné el brindis contigo. ¿Sabías que el nombre que escogiste –Marcelo– significa: "consagrado a Marte, el dios romano de la guerra"? Entendí que hubieras preferido no compartir tu buena nueva, aunque no te voy a negar que me dio un poco de pica que no te comunicaras conmigo cuando viniste a Lima a adorar al niño. Será quizás que yo no me imagino volver a tu isla y no verte. Pero así es el fútbol. Llega un momento en que no volvemos a vernos más. Hace un par de meses, en un cumpleaños, volví a ver a una vieja camarada de quien me había alejado hacía cuatro años. Decidimos reencontrarnos y nos dimos un abrazo largo y fuerte con el que, sin decir nada, nos perdonamos la imperdonable estupidez de –queriéndonos como nos queremos– habernos alejado tanto. Peligro, peligro: la vida se te escurre entre los dedos mucho más rápido de lo que te imaginas.
Son poquitas las almas con las que uno consigue hacer real combustión y desencadenar un dantesco siniestro. Hay que hacer siempre lo imposible por mantenernos cerca de ellas. Y cuando digo cerca, no me refiero a la cercanía geográfica que a veces es inviable, sino a la cercanía que producen esos quereres locos que, a veces, tarda una vida entera construir pero que se desvanecen, de un día para el otro, en el éter bobo de la rutina. Hace un ratito, entré a revisar mi correo y tecleé tu dirección electrónica en el buscador porque quería verificar algo de lo que estaba casi seguro: que, en todo el año pasado, solamente nos habíamos escrito dos veces: la primera, cuando me pediste que te consiguiera tu certificado de retención de la Sunat y la segunda, para agradecerme que te hubiera enviado la novela de Renato, aunque maliciando que quizá en su título –"La distancia…"– se escondía alguna clase de indirecta. ¿Cómo se puede pasar de compartir días, noches, trabajos, vacaciones, viajes, mudanzas, estrecheces y abundancias… a terminar hablándonos apenas dos veces al año? Está bien, exagero. Quizás fueron tres si contamos el saludo familiar que mandaste por mi santo. Puta madre. ¿En qué momento la vida nos pasó por encima como una estampida de bisontes? No importa. Lo que importa es que todo de lo que te hablo en esta carta fue. Conste, pues, por el presente documento que nosotros también fuimos. Y cuando digo nosotros, no me refiero a ti allá y a mí aquí. Me refiero a la primera persona del plural en tiempo pretérito: nosotros. Eso ahora es el pasado, lo sé. Pero es nuestro pasado y yo necesitaba dar fe de él para que no te quede ni la menor sombra de duda de que todo eso también sucedió. Es solo por eso que te estoy escribiendo esta carta a mano, compañero. Vamos a ver si reconoces mi letra, vamos a ver si reconoces mi música.
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