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Beto Ortiz: Humillación
Ya estuvo bueno de dejar que los discriminadores queden impunes. A la primera que te ocurra, dales una lección y sácalos al fresco.
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Me debe haber pasado un millón de veces. Y un millón de veces lo he pasado por alto. He fingido que no escuché, que no me di cuenta o que no me afectó. Como el negro que ya ni voltea a mirar cuando alguien, a su paso, exclama: "¡Mira, un negro!". Sea por ahorrarme problemas, por flojera, o por simple hartazgo, llevaba bastante tiempo manteniendo, en mi vida diaria, una actitud de amplia y generosa tolerancia a la estupidez. Pero, como todo tiene un límite, lamento anunciarles que, hoy, se me ha terminado. Hoy todo presagiaba un día perfecto. Amanecí del espléndido humor que el azulísimo cielo del Cusco siempre propicia en mi alma de serrano melodramático. Me duché tempranito, me encasaqué, me enchaliné, me puse un poco de Voyage y un poco de bloqueador solar en la pelada, chapé el libro que había dejado a medio leer y salí a disfrutar de esa mezcla perfecta de friecito matutino con sol brillante que es el clima que mejor combina con mi espíritu precolombino. Como estaba solo, para variar, decidí engreírme invitándome a desayunar a un lugar que hiciera juego con mi ánimo distinguido y un poquito cretino. Quería un remanso de tranquilidad en el que provocara quedarse el resto de la mañana leyendo, mirando gente y tomando cafecitos a placer, de modo que elegí uno de nombre italiano que los viajeros de Trip Advisor reseñaban como "exquisito e inolvidablemente caro". Para el desayuno, el restaurante ofrecía en sus largas mesas un banquete digno de la cena de coronación de un emperador romano. Todas las carnes, todos los quesos, todos los frutos de la creación se desbordaban por los cuatro costados con una exuberancia casi pornográfica. Los mozos, de impecables trajes de etiqueta con discretos bordados autóctonos, saludaban con una reverencia cortesana, presentándose por sus nombres y recalcando que estaban ahí para complacernos, que, por favor, les hiciéramos saber de inmediato cualquier cosita que deseáramos. Puesto a elegir qué cosita comer primero, me debatía yo en la indecisión que suele hacer presa de uno las veces en que la vida pone ante tus ojos una gama tan amplia de posibilidades, cuando, de pronto, la puerta de la cocina se abrió y un muchachón se asomó tímidamente trayendo más bandejas, como si allí a alguien le hiciera falta más comida. Dije: "buenos días", pero el joven chef en cuestión no me respondió el saludo, solo me quedó mirando por un par de segundos, tiempo suficiente para que yo –que, por deformación profesional, lo leo todo al vuelo, sobre todo lo que no debo– alcanzara a leer que el nombre bordado en su traje era Rodrigo y tiempo suficiente para que él, supongo, pudiera cerciorarse del todo de que yo era yo, luego de lo cual volvió a desaparecer. Lo que vino después ocurrió en exactamente tres segundos: en el primer segundo, la puerta se cerró detrás de él. En el segundo segundo, yo coloqué en mi plato un filete crudo de trucha ahumada al lado de un tomatito cherry sobre una moderada porción de queso crema. En el tercer segundo, la típica vocecilla –deliberadamente aflautada– de un Machito Ponce con ganas de alardear de la inmensidad de sus testículos ante sus pares, se escuchó con absoluta nitidez, desde la cocina hasta el salón, y todos los comensales allí presentes pudieron escuchar lo mismo que yo. Escucharon a Rodrigo chillar una proclama infausta de la que debe estar arrepintiéndose todavía:
– ¡Chicos, chicos, adivinen quién ha llegado! ¡Ha llegado la Betooo! ¡Me muerooo!
No necesito decir que, en ese instante, mi ánimo perfecto, mi día ideal, el cielo azul y toda la fina estampa del lugar se fueron, juntos y sin escalas, a la mierda. Me debe haber pasado un millón de veces. Y, como ya dije, un millón de veces lo he pasado por alto. Intenté hacerlo una vez más. Intenté hacer de cuenta de que no sentía clavarse en mi nuca, como dagas, las miradas de toda la concurrencia. Intenté disimular que mi tacómetro estaba marcando diez mil revoluciones por minuto y continué sirviéndome de aquel buffet, sin poder dejar de rumiar el vidrio molido de mi cólera, pensando en lo que acababa de ocurrirme y llenando mi plato sin cesar, como un autómata, sin siquiera fijarme en lo que me servía, mezclando verduras encurtidas con mermelada de tuna y huevos rancheros en una especie de langoy infernal. Pero así como siempre llega un momento en que los pueblos oprimidos exclaman "Basta, ya" siempre llega un momento en que el chico bulleado exclama: "ahora sí, te cagaste, matoncito". Me acerqué donde el maître y lo saqué al fresco:
– Dígale a ese cocinero de nombre Rodrigo que hasta acá se ha escuchado lo que acaba de decir. Dígale que no solo lo he escuchado yo, sino que lo hemos escuchado todos. Que salga y me lo diga en mi cara, si es tan hombrecito.
– Sí, señor. – se limitó a responderme, el azorado maître.
Regresé a mi mesa y puse aquel plato absurdo delante de mí. Ni lo toqué. Tampoco probé el jugo ni el café. No solamente se me había quitado el hambre por completo sino que ahora mi estómago había comenzado a arder de pura rabia. De lo único que tenía ganas era de agarrar uno de esos refinados cinco cuchillos y degollar a alguien de un solo tajo. Luego de largos minutos, el maître regresó:
– Ya le llamé la atención, señor. Estamos muy apenados. No volverá a suceder algo así. Le ofrezco mil disculpas. – Usted no tiene que ofrecerme ni media disculpa porque usted no me ha ofendido.– Tiene usted razón, señor– me respondió el maître y, diciendo "con permiso", volvió a retirarse.
No pasó ni un minuto y ya tenía al faltoso Rodrigo –todo colorado y muerto de la vergüenza– parado ante mí con las manos atrás como un escolar castigado, deshaciéndose en disculpas, tratando –sin éxito– de balbucear alguna explicación. Mientras, ensayando mi mejor cara de hijo de mil putas, yo lo escuchaba decirme cosas tan ridículas como que me "admiraba mucho" y que todo había sido fruto de la emoción de verme "en persona", pude notar cómo, gradualmente, se le comenzó a entrecortar la voz y a anegársele los ojos mientras fracasaba con roche en su intento de justificarse y llegó un momento en que su desesperación fue tal que yo mismo sentí en la garganta un nudo inexplicable. Una bola de llanto antiguo que tuve que hacer el esfuerzo supremo de contener para no terminar protagonizando un papelón de proporciones aún mayores. "Aunque nadie te lo haya enseñado, nunca es tarde para aprender a respetar a las personas, compadre". Creo que eso fue, más o menos, lo que le dije mientras él miraba al piso con obvias ganas de desaparecer en pedacitititos. Enterado del incidente y a modo de de-sagravio, el gerente del establecimiento mandó a mi mesa una botella de champagne francés. Después, Rodrigo y yo nos dimos la mano. Ya estaba bueno. Para ambos, había sido suficiente humillación.
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