A fines del siglo VI a. C., después de la dictadura de Pisístrato, que puso límites al poder de los aristoi (aristócratas), Atenas inició una forma de vida social inconcebible hasta entonces: todos los ciudadanos, sin diferencia de clase, se reunían en un espacio público, el ágora, y podían debatir qué era lo mejor para su Estado. Luego se votaba. Este derecho inédito se llamó isegoría, la facultad de decir lo que se piensa y argumentarlo, y hoy es uno de los derechos humanos fundamentales: la libertad de expresión. Su origen es occidental y no todas las culturas la valoran o la practican. Se puede objetar que los atenienses no reconocieron como ciudadanos a las mujeres ni a los esclavos, pero no se puede dejar de reconocer que ellos dieron el primer paso en la historia hacia ese ideal que es la democracia. Un ideal que, formalmente al menos, nuestros políticos declaran compartir.
Pero la libertad de expresión hoy sufre amenazas sutiles. El derecho de decir lo que se piensa deviene inútil si no tenemos libertad de pensamiento. Y aquí surge un grave obstáculo: pensamos sobre la base de la información que tenemos y de nuestra capacidad de comprenderla y juzgarla, es decir, de facultades que hemos desarrollado mediante la educación. Nadie ignora que la pandemia puso de manifiesto la miseria del sistema de salud peruano; nadie quiere ver cuán abismal es la crisis análoga de la educación en todos los niveles. Licenciados y profesores que no entienden lo que leen, o que no pueden comunicarse por escrito, son síntomas de una cultura en crisis. Hoy, sobrepasados por las delusiones de las redes sociales, encontramos en el analfabetismo funcional una de las mayores amenazas, incompatible con una real experiencia de libertad del individuo y la sociedad.
Divorciada de la vida académica, la sociedad civil ignora qué se hace o deshace en las universidades. Veamos un ejemplo. Hace poco una particular, de rango medio y mucha publicidad, decidió que casi todos sus cursos de humanidades se entregaran a los estudiantes en paquetes de videos y lecturas que los estudiantes no entienden. No había clases, ni siquiera virtuales. El examen parcial se resolvía en grupos de cinco y a lo largo de dos días. Esta modalidad parece extenderse entre las universidades menos interesadas en la educación que en la venta de títulos con facilidades para los clientes.