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La vida que perdura
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Entender que la vida y la muerte son solo etapas dentro de algo mucho más grande puede ayudar a reconciliarnos con la partida de personas a las que queremos. Sin embargo, esto no quita la rabia que nos da cuando perdemos a alguien muy valioso. No entendemos por qué la pandemia se llevó justamente a ese ser a quien queremos, a esa persona que –entre tanto desastre– aportaba realmente. Esto mismo es lo que miles de familias de nuestro país se cuestionan al perder a alguien... quizá lo más terrible que nos deja la pandemia no son solo los asientos vacíos en las mesas de los almuerzos familiares sino el tener que acostumbrarnos a ellos. Es esta muerte que mata la que nos acompaña.
En nuestro paso por el mundo solo dejamos huellas. Usualmente nuestro impacto es con aquellos que amamos y que nos aman. Pero algunos, pocos, son los que trascienden: escritores y políticos, por ejemplo. Esta es la historia de Roberto Bustamante, quien sin ser un político o un escritor consagrado ha dejado un legado maravilloso que es recordado en redes con muchísimos testimonios de su vida y de su carácter. Eso, pequeña Vera, es poco común. Tu papá que era increíble contigo también lo era con otras personas, con sus amigos –entre los cuales me cuento– y también con extraños: siempre provocador e irreverente, respetuoso y firme. Qué privilegio el tuyo de haberlo tenido en tu vida y, aunque sea injusto que el tiempo haya sido corto, su legado, no lo dudes, hará que se mantenga siempre presente. Su vida sigue contigo, niña, y nunca dejará de estar a tu lado. No lo dudes. Esta es la vida que perdura.
Conocí a Bob por el año 2002 o 2003 y la amistad se hizo eterna. Música con los Turbopótamos, fiestas y conversaciones interminables, caminatas por las calles de Salamanca –ahí por donde vivían sus padres– en las que me contaba la receta del postre de su abuela y muchas horas en el depa de Barranco donde me mostraba esas cosas raras que hacía en “internet”... me acuerdo acompañarlo mientras programaba su blog. También recuerdo cómo me quitó los prejuicios a punta de cuadres oportunos, sinceros y cariñosos. Lo veo en el estadio, en conciertos, en bares y huecos del Centro de Lima, siempre presente y pendiente de que a sus amigos nunca nos pasara nada.
Les conté a mis niños de la partida de mi amigo y se les ocurrió que podríamos hacerle una Apacheta en homenaje. Prestos fueron a buscar las rocas de los tamaños y formas adecuados y me invitaron a poner la última, la más pequeña, en la cima. Seguro alguien caminará por Chincheros y encontrará la apacheta de Roberto entre las ruinas y las montañas, entre los andenes y el cielo. Una manera más de seguir manteniendo vivo su recuerdo. ¡Te queremos, amigo! Por siempre.
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