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Ciudad del polvo y la dejadez
“Lo más difícil de reconocer es que nos hemos acostumbrado a la dejadez”.
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Esta semana tuve una estimulante conversación en un taller sobre la vida en la ciudad. Para comenzar, pedí a los participantes que trajeran fotografías de las fachadas más desagradables con las que se cruzan cotidianamente, de su casa al trabajo. Había casas donde un piso tenía un color diferente al del segundo piso. Interminables frontis sin tarrajear. Edificios manchados por la suciedad. Edificios con ventanas dispares que habían perdido su armonía inicial. Etcétera. Es la misma ciudad que asombra al foráneo por su fealdad cuando mira por la ventana del avión poco antes de aterrizar en el Jorge Chávez.
En el ejercicio encontramos barrios pobres, obviamente, pero también ejemplos descarados de barrios medios y altos. Así que el drama es transversal. El descuido es interclasista. Son poderosas señales de nuestra extendida cultura urbana.
La discusión nos llevó por reflexiones más o menos conocidas. Sabemos que no existe una cultura de espacio público (o compartido) entre nosotros. La gente apenas piensa de su puerta hacia adentro. Sabemos que no somos sensibles al paisaje urbano, que lo que preocupa es, ante todo, la seguridad ciudadana. Sabemos que nuestros gobiernos locales se apuran, en el mejor de los casos, en hacer obras, pocas veces las mantienen de forma adecuada y duradera. Todo eso lo sabemos. Pero lo más difícil de reconocer es que nos hemos acostumbrado a la dejadez, a la displicencia, a la cochinada.
Solo un indicador: el Perú está muy por debajo del promedio sudamericano de consumo per cápita de pintura. Igual sucede con la frecuencia de pintado. La renovación de hogares y chambas es ocasional. Lo hacemos cuando el deterioro es vergonzoso o cuando una emoción especial nos empuja. Casi nunca miramos nuestros reflejos.
Hace casi una década, los artistas Gilda Mantilla y Raimond Chaves realizaron una instalación sencilla y potente que invitaba a reflexionar sobre Lima y otras ciudades semejantes. Con cartones y maderas construían estructuras que ofrecían una doble alusión: una urbe envuelta por un clima húmedo, sin lluvias y atravesada por corrientes invisibles de polvo. Y un paisaje urbano que se tiñe progresivamente de grises y marrones de forma inclemente. Una ciudad que se muestra apática y oculta sus energías más brillantes, sus tercos emprendimientos, su vocación resiliente y creativa. La revolución de la calidad de nuestra vida urbana solo será posible si comenzamos por casa.
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