Venezuela vive horas decisivas para lograr su libertad. La batalla que está librando no es contra Nicolás Maduro, sino contra un régimen que, durante 25 años, corrompió todas las instituciones públicas.
Hugo Chávez ganó las elecciones de 1998 después de ser indultado en 1994, por el golpe de Estado que dio en 1992. Su discurso se basó en dividir a los venezolanos entre buenos y malos, ricos y pobres, patriotas y traidores, chavistas y “escuálidos”.
El gran apoyo que tuvo lo utilizó para hacer grandes reformas para acabar con la “oligarquía” y los “políticos tradicionales”, porque los grandes tiranos siempre necesitan de un enemigo para que la población, por miedo, odio o nacionalismo, acepte que el autócrata acumule más poder. Así fue como Chávez cambió la Constitución, el nombre y la bandera de Venezuela.
Cuando exterminó del escenario político a los “políticos tradicionales”, el nuevo enemigo pasó a ser el empresariado, al que se le culpaba de los precios. Ante ello, empezaron las expropiaciones de negocios y propiedades al antojo de Chávez. Venezuela era su chacra. Su discurso, con el pasar de los meses y años, hacía más énfasis en la división y odio entre venezolanos. Se normalizó la agresión a políticos opositores, la persecución y la humillación pública.
Cuando los venezolanos se dieron cuenta del régimen de terror en el que estaban, Chávez estaba muerto, pero sus secuaces gobernaban de acuerdo con la orden del tirano; todas las instituciones estaban al servicio del chavismo, donde ya ni se disimulaba la tendencia política de jueces, de jefes del órgano electoral, de la Fiscalía, de las Fuerzas Armadas…
El drama venezolano empezó hace 25 años, entre el aplauso de una multitud a un tirano que prometía cambiarlo todo y acabar con los “políticos tradicionales”. Las tiranías más viles no empiezan de golpe, sino que, como una enfermedad silenciosa, se expande con un discurso divisorio y un ímpetu reformador para acabar con todos los supuestos males.