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Contando lo que vamos perdiendo
“Los violadores son funcionarios del Estado, autoridades que deben cuidarnos; las víctimas son las más pobres y vulnerables, no se violan a los iguales, sino sobre los que se tiene autoridad; el poder se ejerce para humillar”.
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Le rompieron el poto. El parte médico fue más técnico: desgarro con fisuras en el tejido anal, posiblemente por penetraciones forzadas. El suboficial dijo que fueron diez. Los oficiales lo ningunearon cuando pidió protección. Ya pues, hermanito; a todos nos ha pasado, no jodas, no seas maricón; si no te gustó, es porque eres un machote, aguanta no más. Eso le rompió el alma. Desesperado, lo contó todo. Le pasó hace un año, pero viene pasando hace mucho, tanto que de tanto repetirse la toleramos como una costumbre más; así será pues, caserito. Mario Vargas Llosa la hizo novela en La ciudad y los perros (Seix Barral, 1963) solo que, para menos escándalo, no hubo violación sexual sino asesinato. Jelke Boesten y Lurgio Gavilán lo estudiaron en Perros y promos (IEP, 2023). Los perros son los soldados novatos que, como rito de iniciación, deben aguantar humillaciones de los mayores. Así se construye una cultura en la que el poder se ejerce con violencia y tienes que esperar a ser mayor para cobrar en el cuerpo de otro novato las humillaciones que sufriste. No hay autoridad, sino matonería. No hay educación, sino deshumanización. No hay justicia, sino revancha. No hay castigo, sino impunidad, por el silencio de tu promoción, de tus promos, y la indiferencia de quienes te deben cuidar.
Pasó también en la guerra. En Malca y Vilca, dos comunidades campesinas en Huancavelica a 3,700 metros sobre el nivel del mar y a horas de cualquier autoridad. Persiguiendo a Sendero, se estableció allí una base militar y, como rutina, algunos se la pasaron violando a decenas de mujeres. Sucedió en 1984, en el 2000 la Comisión de la Verdad recopiló denuncias, en 2005 se estudiaron (Nuestras voces existen, DEMUS 2005), en 2009 llegaron al Poder Judicial, en 2015 empezó el juicio y hace un mes sentenciaron a los violadores. 40 años se tomó hacer justicia. Al menos la percepción ha ido variando. Al principio, la violación sexual era un delito menor contra el pudor y las buenas costumbres, como si fuese un asunto de mal gusto. El violador no era tan malo que digamos; si se casaba con la víctima, lo perdonaban. Dentro del matrimonio el marido podía forzar a la esposa, porque era “su” mujer y, en propiedad, no había delito. Luego pasó a ser un delito contra la libertad y ahora, bajo las circunstancias del caso Malca y Vilca, un crimen contra la dignidad humana y de lesa humanidad.
Pasa también con los maestros. El mes pasado se denunciaron violaciones sistemáticas a menores en las comunidades awajún de Condorcanqui (Amazonas). El ministro de Educación tartamudeó que eran tradiciones ancestrales, pero en 2019 el Congreso ya había advertido que eran crímenes (Comisión Investigadora de Abusos Sexuales contra Menores de Edad, presidida por Alberto de Belaunde). Los colegios suelen estar a horas de navegación en río de las comunidades; las adolescentes, casi niñas, se quedan en refugios escolares durante la semana, pero solo con desayuno y almuerzo, la comida te la agencias. Privadas de libertad por hambre, la prostitución forzada por tres soles en comida es lo que queda. ¿Esa es la tradición? Dicen que hay consentimiento, pero sin libertad no lo hay. No eran entonces solo arrechuras individuales, sino una práctica institucionalizada. Sin embargo, la pobreza no lo explica todo. Para quien quiera denunciar, de Condorcanqui se tiene que ir por río a Nieva (Fiscalía y la UGEL de Educación), para seguir por carretera a Bagua (Juzgados, médicos legistas) en un viaje mínimo de cuatro días en idas y vueltas. Si tiene que regresar una vez más, se le va en gastos todo un salario mínimo. Aún falta que escuchen la denuncia y el largo periplo de la justicia.
Corolario: los violadores son funcionarios del Estado, autoridades que deben cuidarnos; las víctimas son las más pobres y vulnerables, no se violan a los iguales, sino sobre los que se tiene autoridad; el poder se ejerce para humillar; no hay quien te proteja y la justicia es cara y queda demasiado lejos. Epílogo: no se cree en el Estado, porque su autoridad no es útil; ni en la sociedad que permanece indiferente; y mejor buscamos futuro por nuestra cuenta. Ese es el inmenso territorio que vamos abandonando, no en kilómetros cuadrados, sino en almas de millones de peruanos.
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