La ciencia es símbolo de búsqueda paciente, rigor metódico y compromiso con la verdad. Pero en las últimas décadas muchos de sus practicantes han estado motivados por el deseo de deslumbrar, llegar primero, convertirse en espectáculo. Diederik Stapel, el “señor de los datos” de la psicología social holandesa, fue uno de los primeros escándalos de este nuevo siglo en evidenciarlo.
Sus “resultados” lo llevaron a la fama mediática, la respetabilidad científica y el seguimiento entusiasta de jóvenes estudiantes que buscaban trabajar bajo su tutela. Doctorado con honores en la Universidad de Ámsterdam, escaló posiciones hasta alcanzar puestos de profesor titular en Tilburg y Groningen. Publicó en revistas de altísimo nivel, incluidas Science y Nature.
Todo era una farsa. En 2011, una comisión independiente reveló que Stapel había fabricado, literalmente, los datos de la mayoría de sus artículos científicos durante más de una década. No había “acomodado” informaciones ni maquillado respuestas: creó resultados ficticios, de forma premeditada y sistemática, para sustentar hipótesis atractivas para sus colegas, los medios y la opinión pública. Más de 50 artículos y varios libros basados en sus investigaciones fueron retirados posteriormente.
Entre sus hallazgos más citados figuraban el supuesto vínculo entre el desorden ambiental y el aumento de prejuicios raciales, o la asociación entre el consumo de carne y el egoísmo. Estudios de impacto mediático inmediato, que parecían confirmar intuiciones populares, pero que no tenían ningún soporte real.
El caso Stapel no fue aislado. Formó parte de una oleada que en nuestro siglo sacudió la confianza pública en la ciencia y puso de relieve un fenómeno nuevo: el efecto amplificador de Internet y las redes sociales. En 2005, el coreano Hwang Woo-suk fue desenmascarado tras proclamar haber clonado células madre humanas. Poco después, el físico Jan Hendrik Schön cayó tras simular avances imposibles en nanotecnología. En 2015, Elizabeth Holmes, fundadora de Theranos, fue expuesta como creadora de un dispositivo de análisis de sangre que nunca funcionó. Y en la década siguiente, el cirujano Paolo Macchiarini fue acusado de falsificar éxitos médicos que costaron vidas humanas.
Cada uno de estos casos reveló el afán de titulares virales, la presión de ser el “primero” en un mundo que ya no celebra tanto la verdad como la novedad. La emergencia de las redes sociales multiplicó el alcance de los fraudes, pero también la velocidad con que las historias de éxito, reales o no, se volvían fenómenos mundiales.
El “caso Stapel” sigue siendo, hoy, una instructiva advertencia dentro de esta tendencia más amplia. Recordatorio incómodo de que la ciencia, aunque poderosa, no está inmunizada contra las debilidades humanas. Lamentable ejemplo de cómo la carrera por logros a cualquier precio —que comienza, a veces, en la cuna y los colegios— puede terminar mal, no solo para quien cede a la tentación, sino también para una comunidad académica y una sociedad que olvidan que, sin integridad, incluso los datos más brillantes carecen de valor.