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Jeremías Gamboa y la conquista de Lima en Ciudad de Cuentos
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Cómo desaparecer completamente

Para descansar de verdad de los peligros de la voraz jungla limeña, yo tendría que haberme ido a pasar navidades al África.

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De hecho, así estaba planeado. Bueno, casi. Un viejo amigo, profesor de mi facultad hace 30 años, me había convencido por chat –desde allá– de las inenarrables maravillas que me esperaban. Él no lo sabe, pero el entusiasmo que me inyectaban nuestras conversaciones sobre las cataratas Victoria, la navegación por el río Zambezi y la insólita nieve que me esperaba en Lesotho, me sacó de la molicie de mis últimos programas en los que la realidad se reducía a un monótono popurrí de alegatos de Justicia TV, calamidades interprovinciales y mujeres masacradas al infinito en todas las formas imaginables.
El profe me convenció de que llegar a Johannesburgo no era tan caro como la gente creía, que ahora había vuelos directos desde Sao Paulo, sin ir más lejos. Me hablaba de Zimbabwe, Kenya y Mozambique como quien habla de Tumbes, Jaén y Maynas, y me mandaba fotos de lugares absurdamente hermosos que yo –para aplacar su cebichera nostalgia– retribuía de inmediato con fotos de políticos detenidos y cambistas abaleados.
“El Perú está enfermo, compadre. Enfermo del alma” –me respondió. En el fondo, mi maestro era un optimista. No solo creía en el país, sino también en la existencia de su alma. “Lima, 11,303 kilómetros” –leo con claridad en el piso de piedra. Es una inscripción en bajo relieve en un enorme círculo de bronce en el que –con flechas– se indican las distancias que hay desde aquí hasta los más diversos puntos de la Tierra. Le tomo una foto con el teléfono y la cuelgo en Instagram preguntando “¿dónde estoy?” (“¿Ontá? ¡Acá ta!” -como un niño o como un bobo), con la tranquilidad de que no me mentarán la madre porque estoy en medio de un viaje de placer y no reventándome el hígado editorializando, dedito en ristre, sobre Chávarry, que es lo que debería estar haciendo y merecería hacer hasta el fin de mis días.
Algunos instagrammers intentan adivinar, otros me dan respuestas hueveras y no falta el que me dice justamente lo que quiero oír: quédate allá y no vuelvas nunca. Qué lindo sería, causita. No vuelvas, no vuelvas sin razón. La canción de Soda se activa sola en modo repeat y resuena contra las paredes de mi bóveda craneal. No vuelvas. Pero, en fin, la cosa es que estoy aquí. Y aquí es Bratislava, capital de Eslovaquia. Pero, ¿qué cosa se me ha perdido en Bratislava? ¿Por qué demonios vine? Porque está cerquísima, por tren, de Budapest, donde todos se burlaban de mí cuando les decía que me estaba yendo a pasar cuatro días en Bratislava. ¿Cuatro días? ¡Cuatro horas es demasiado tiempo para Bratislava! Y se mataban de la risa, malagracias.
Nunca tuve más frío en toda mi vida que allí, pero, en el fondo, pude sentir su calor humano la única noche que, al final, pasé en esa pequeña pero significativa ciudad. Vaya un saludo a todos los bravos bratislavos del personal de mi hotel pues tuvieron la precaución de dejarme el frigobar repleto de coquetas botellitas conteniendo Negronis y Manhattans premezclados que solo había que verter en el vaso con abundante hielo. Pero cuando me preguntaban de dónde era, me entendían Beirut.
La mejor hinchada del mundo, señores. ¡A-rri-ba Bei-rut! No deja de sorprenderme que se hayan acordado de que existía Lima, pero eso es lo que se han tomado el trabajo de grabar con letras de molde sobre suelo eslovaco, justamente aquí desde donde nos encontramos transmitiendo, directo en directo. A once mil trescientos tres kilómetros de la parlamentaria Tammy Arimborgo, lo cual no es poca cosa. No vuelvas, que estaré a un millón de años luz de casa.
Al final, no viajé al África porque este año no había con quién, de modo que opté por irme solito a Austria por ninguna razón en particular, porque también empieza con A, porque no conocía, porque allí vive una amiga, porque a Australia hubieran sido ocho horas más de vuelo y el efecto de la pepa tampoco me iba a durar tanto, porque mi límite de sueño inducido son 12 horas y dejando de dormir la noche anterior, como quien ayuna la víspera del canje por el día del periodista para poder reventarse completito el buffet de La Bistecca. Me fui nomás sin mirar atrás y sin enterarme contra qué o contra quién se marcharía en Nochebuena ni en Nochevieja.
Pero, ¿y el Twitter?, ¿no hubiera sido glamoroso acompañar en espíritu a los indignados tuiteando recostado en los balaustres de mármol del Palacio Belvedere de Viena?, ¿acaso la lejanía física era óbice para resistir?, ¿cómo haríamos con mi apremiante necesidad de vivir diciéndole al universo cómo deberían funcionar las cosas, componiendo los grandes problemas nacionales desde mi iPhone X, opina que te opina veinticuatro horas al día sobre todos los grandes temas y también sobre los pequeños porque, como todos, yo hablo acerca de todo y acerca de nada, porque nada de lo humano me es ajeno? Son cojudeces. ¿Cuánto te pagó la mafia para que te calles? ¿Tanto pesa la mermelada de la publicidad estatal? Cojudeces, amiguitos, cojudeces.
Sucede simplemente que en este momento estoy contemplando, arrobado y extático, “El beso” de Gustav Klimt, sabrán disculpar que, por ahora, no tenga ninguna opinión sobre el juez Richard Concepción Carhuancho. Cuánta razón tenía el finadito Kurt Cobain: yo no tengo ninguna opinión, estoy de acuerdo con todo el mundo. Hagan la prueba.
Cerrar el hocico por largo rato es terapia pura. Es una espléndida forma de desaparecer, de restarle, por lo menos, un aullido a esta jauría permanentemente rabiosa y enfurecida que les ladra en vano a los extraños y a los conocidos, a las gatas en celo y a los carros que pasan, a las almas en pena, a las sombras y a la luna.
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