Terrorismo de imagen es un neologismo acuñado por la señora presidenta Dina Boluarte en su faceta de creadora inadvertida de cultura nacional vernácula.
Anteriormente, otro de sus aportes ha sido la indefinible interpretación del Gato ron-ron, episodio que ha demandado sacrificar seis de las siete vidas del desdichado felino a favor del esparcimiento y trauma infantil nacional.
La señora está construyendo un legado afín al deterioro estrafalario al que estamos dedicados con inusual entusiasmo. El referido neologismo es el manotazo de una asesoría marca chancho que, mientras se ahoga, factura tomando como base la incompetencia y falta de cultura política de la mandataria.
El terrorismo de imagen tiene como propósito fungir como recurso de victimización y trinchera camuflada. Ambas son estrategias de flotación propias del pantano político. En él se aplica la llamada estrategia del inodoro, en la que mantenerse inerte sobre la superficie es preferible a hundirse en las profundidades, que en este caso supone vacancia con responsabilidad penal geolocalizada en Barbadillo.
El término pretende ser un antídoto oportunista, acaso una versión sofisticada de la expresión “tu mamá”. La mención materna es el argumento presidencial de defensa predilecto para desviar cualquier denuncia que tenga que ver con su frívolo e inútil quehacer, oficio inútil a lo largo del cual han desfilado varias versiones de ella misma, todas hermanadas en su incapacidad.
Si por terrorismo se entiende la sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror, el término calza como guante con la camaleónica insustancialidad que la señora Boluarte ha demostrado en su ejercicio del poder accidental. Es de espanto una persona que cambia tan fácilmente de forma y fondo según por donde sople el aire de su conveniencia personal. Peor aún, cuando el bienestar de millones de personas depende de esta metamorfosis permanente.
Su primera versión fue como modosita pero ambiciosa funcionaria del Registro Civil. Luego, mutó a candidata vicepresidencial de la plancha del sindicalista básico proclive al Movadef. Fue cuando se presentaba bajo una caracterización folclórica de luchadora social provinciana, a pesar de que en privado siguiera manteniendo su apego por la bisutería.
Llegó al poder en su tercera versión, una malagua favorecida por el encono que generaba su rival política, pero al mismo tiempo atrapada en un plan de gobierno entre lo inaplicable y lo inexistente, con su líder detenido por golpista. Ni de derecha ni de izquierda, sino todo lo contrario: una oportunista pret-a-porter.
Entonces la señora Boluarte, ya por su cuarta versión, se entregó a la sensualidad y el encubrimiento protegiendo a su hermano, obstaculizando investigaciones, cambiando de relojes, cultivando el síndrome de Estocolmo con el Congreso y rodeándose de chupamedias mientras proveía de Uber presidencial al requisitoriado Vladimir Cerrón. Ese comportamiento ha propiciado una metástasis delincuencial de Tumbes a Tacna.
Los pistoleros saben que no deben dispararse al pie. Organización criminal no come organización criminal. El proceder de la señora Boluarte lleva a la lasitud frente al crimen, porque, si se dedicara a perseguirlo, tendría que empezar por entregar a Cerrón, a su hermano y a ella misma.
Por eso, en las calles no hay ley. Millones de peruanos están desprotegidos ante la extorsión campante y el crimen violento de exportación llegada de Venezuela. Los partidos políticos están en coma inducido con candidatos soñándose presidente. Y esta señora, en su cuarta versión, interpreta el clamor que pide seguridad y protección como un ataque personal a su irrelevante persona.
Por ello, cuando la prensa denuncia este desgobierno, ella alega que eso es campaña de desinformación hecha a base de noticias falsas. Paradójicamente, lo dice una falsa luchadora social y falsa pituca que, en virtud del bótox y el ácido hialurónico, ha convertido su propia cara en un embuste.
No serán los indignados ideológicos ni los antikeikistas los que saquen a Boluarte, serán los ciudadanos de a pie —transportistas, bodegueros, emprendedores, ambulantes— que trabajan esforzadamente por sostener a sus familias al mismo tiempo que se les pide cupos con una granada. Mientras eso sucede, la señora presidenta está absorta frente a su propio reflejo tratando de entender su nueva nariz. Terrorismo de imagen es un término que tiene que habérsele ocurrido viéndose al espejo.