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Dios aquí no está

“Cientos de miles de madres sirias caminaron 30 días por el desierto con sus niños bajo la promesa de una frontera de paz”.

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Hay más de 140 mil refugiados palestinos en el Líbano. Viven –quizás es mucho decir– en campos que sin ningún remilgo pueden ser llamados guetos dentro de las ciudades. Uno de estos campos, infaustamente conocido por la masacre perpetrada a comienzos de los 80, es Shatila. 35 mil personas ven su vida pasar allí esperando la posibilidad de volver a la tierra de sus padres y abuelos. Verbo curioso, “volver”: nunca han pisado esa tierra que tanto añoran.
El espacio más grande en el campo es la mitad de una canchita de fútbol. Es ahí donde estas 35 mil personas festejan, rezan, juegan, lloran, pelean, discuten y deciden. Cuando uno camina entre los pasajes demasiado angostos de Shatila y debe sortear las mil marañas de cables, tubos y basura, deja, por ratos, de poder ver la luz del día. Todo parece haberse confabulado para que uno crea que ese es el infierno. Pero de pronto risas y niños quiebran el silencio y el alma.
En Jordania también hay millones de refugiados y no solo son palestinos. Cientos de miles de madres sirias caminaron 30 días por el desierto con sus niños bajo la promesa de una frontera de paz. Fueron escoltados por un anillo de rebeldes sirios que habían decidido alzarse contra el frenesí asesino de Daesh. Un general jordano me cuenta que solo 40 metros separaban a las familias de la frontera. Los guerrilleros, sin embargo, detuvieron su marcha poco antes.
En esos últimos metros, el fuego de Daesh sería imparable. Entonces, le explicaron a cada madre que tendría que elegir a uno de sus hijos para poder llevarlo en brazos y correr. Les dijeron que era muy probable que quienes se quedaban atrás mueran y que ellas mismas corrían un riesgo inmenso. Que agarren fuerte a un bebé. Que corran. Que no miren atrás. Solo la mitad llegó a Jordania. En el desierto quedaron –mierda– muertos madres, hijitos y hermanos.
Mientras uno recorre esta región, se sorprende al encontrarse con ciudades tan antiguas como el tiempo y que llevan los nombres de esos sitios en los que caminaron Jesús, Abraham, Moisés, David y Mahoma. En esa partecita del planeta nacieron las tres religiones que más feligreses convocan en el mundo entero. Y un viento helado recorre la espalda de uno cuando recuerda que el mensaje era simple: traten al otro como a uno mismo. Pero no, Dios aquí no está.