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Nunca más golpes de Estado
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Este jueves 7 de diciembre se cumple un año de aquel infausto día para la democracia peruana, marcado con un círculo en rojo en el almanaque por Pedro Castillo.
Acorralado por sucesivas denuncias e investigaciones de corrupción, que lo involucraban tanto a él como a su entorno más cercano de asesores, ministros y a su propio círculo familiar, el hombre del sombrero interrumpió la mañana de todos los peruanos con un mensaje desesperado, pero no por ello menos infame por lo autoritario.
El entonces presidente constitucional, sosteniendo el papel que leía con manos temblorosas ante las cámaras de televisión, anunció el cierre del Congreso y la desactivación del resto de poderes del Estado, a los que, según su proclama, pretendía “reorganizar”.
En el discurso que aireó desde Palacio, este aprendiz de golpistas sudamericanos tan conspicuos como Hugo Chávez o Alberto Fujimori –que de ese mismo modo se auparon y atornillaron en el poder– buscó avasallar a las instituciones democráticas del país.
Tan famosas como el “disolver, disolver” del antes mencionado, se hicieron también las palabras que Castillo pomposamente pronunció, luego del anuncio del cierre del Congreso: “Se declara en reorganización el sistema de justicia: el Poder Judicial, el Ministerio Público, la Junta Nacional de Justicia y el Tribunal Constitucional”.
Y ni bien terminó su perorata, procedió –según declaraciones del propio oficial– a darle la orden al comandante general de la Policía Nacional, general Raúl Enrique Alfaro, para que detuviese de inmediato a la fiscal de la Nación, clausurara el hemiciclo de la Plaza Bolívar y diera seguridad a la casa de sus padres.
Fue, justamente, gracias a la lucidez y patriotismo de las instituciones y poderes del Estado –se negaron a acatar órdenes que violentaban el Estado de derecho– que la intentona antidemocrática no llegó a durar ni siquiera una hora completa. Con lo que el golpista fue arrestado cuando ya enrumbaba a refugiarse a la Embajada de México, al percatarse de que el plan le había salido chueco.
Un final tan deshonroso como el mamarracho golpista que puso en marcha. Y que solo lo condujo al confinamiento en la ‘residencia’ presidencial del Fundo Barbadillo. Como para que no se repita nunca más.
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