En una verdadera democracia, con reglas, derechos y deberes, nadie debería sorprenderse de que quien comete un delito pague por ello. Cualquier acción incorrecta, sin importar la condición, situación económica o influencias del infractor, debe recibir la misma sanción que otro en igualdad de circunstancias.
Nadie debería imaginar que quien comete un delito pueda disfrutar de los beneficios de su crimen. Si alguien roba un coche, no debería poder dejarlo como herencia a sus hijos. Esto es lo que proponía la ley de extinción de dominio, que el sistema de justicia no solo encarcele al ladrón, sino que también impida que él o sus descendientes se beneficien de lo robado, privando a otra familia del fruto de su trabajo.
Sin embargo, en nuestro país, la capacidad para perseguir el crimen, especialmente el crimen organizado, está deteriorándose. ¿A quién beneficia esta situación? ¿Quién gana con un sistema de justicia maniatado y permanentemente amenazado por reformas impuestas por quienes legislan de espaldas al país?
El Ministerio Público enfrenta reformas que limitan su capacidad para investigar el crimen, debilitando herramientas como la colaboración eficaz o dificultando los allanamientos efectivos. Esas reformas, aunque se presenten bajo la apariencia de proteger garantías, en realidad facilitan la impunidad.
En paralelo, observamos cómo se fomenta un conflicto entre el Ministerio Público y la Policía en el marco de las investigaciones, en la que la falta de formación jurídica de la Policía y la insuficiente capacidad investigativa del Ministerio Público en campo generan un caos perjudicial.
La destrucción de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP) en su momento y desactivar los equipos especiales que cubrieron ese vacío son un claro ejemplo de cómo se ha permitido que cualquier policía, sin la preparación adecuada, se encargue de investigaciones complejas, sin mencionar la corrupción que, lamentablemente, es transversal.
¿A quién le conviene este desorden? Al Perú, ciertamente no.
Lo que realmente conviene a nuestro país es que quien comete un delito pague por ello, y lo pague con creces, sin disfrutar del producto de su crimen, sea capital ilícito o cualquier otro bien obtenido de manera ilegal. Debemos reconocer que la impunidad se ha convertido en la norma, y la justicia en un sueño alcanzable solo para unos pocos.
No podemos culpar únicamente a un sistema de justicia sobrecargado y sin financiamiento; la responsabilidad también recae en un Ejecutivo silente ante leyes infames y un Legislativo que ordena las piezas a su conveniencia para perpetuar criminalidad y evitar ser perseguidos.
El que la hace la paga. Tarde o temprano.
No canten victoria antes de tiempo; aún hay democracia y la defenderemos.
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