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En el silencio solo se escuchaba

“Al Congreso no le importa la disciplina fiscal, el Ejecutivo no tiene la fuerza política para imponerla, el Tribunal Constitucional no se va a desdecir ni tiene ganas de hacerlo, y las luces alumbran otros problemas”.

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Pepe Grillo fue la conciencia de Pinocho (1883), que así tenía dos filtros: la nariz que le crecía al mentir y el bendito insecto que lo atormentaba al oído para que distinguiera el bien del mal. Nada original, por cierto, porque dos mil años antes, durante los desfiles militares en la Roma de entonces, el general victorioso tenía una ayuda que, al tiempo que le sostenía una corona de laurel, le susurraba al oído que era un mortal más, no fuese a creerse dios porque, con tanta mitología, se había puesto de moda. Por eso, el desfile terminaba con la entrega del botín de guerra, para que quedase claro que la victoria no era del general, sino de la república. Para evitar tentaciones, la liturgia exigía que el ejército desfilase sin armas, debían ser entregadas antes de entrar a la ciudad, antes de cruzar el río Rubicón. El primero en desobedecer fue César, pero esa es otra historia. Sin tanto grillo ni ayuda de desfile, los hombres tenemos una voz interna que advierte los desmanes, para evitarlos o para corregirlos. Dicen que es la voz de la conciencia, pero puede que sea un instinto, o la fuerza de valores internalizados, o el alma que llevamos dentro. Las sociedades también tienen esa voz. En el Perú, la que se ocupa de las finanzas públicas se llama Consejo Fiscal.
Algo de historia: en 1990, los ingresos del país eran del 4% del PBI (la recaudación fiscal), pero gastábamos 12% (presupuesto público); la diferencia de 8% (déficit fiscal) se financiaba con deuda. La deuda acumulada era de 89% del PBI, equivalente a más de 20 años de ingresos. Impagable, estábamos en quiebra. La Constitución de 1993 corrigió el desastre con reglas simples de disciplina fiscal: no se puede gastar más de lo que se tiene (presupuesto equilibrado); solo se autoriza deuda para inversiones y anualmente se debe establecer una partida para pagarla. Resultó: 30 años después, a pesar del enorme gasto fiscal para sobrevivir a la pandemia, la deuda se ha reducido a 30% del PBI, pero, como la recaudación se ha incrementado a 18%, la deuda ahora equivale a menos de dos años de ingresos. Pasamos de deber más de 20 años de ingresos a deber menos de dos. Para evitar el estropicio de gastar más, la Constitución puso otra regla: el presupuesto lo elabora el Ejecutivo y, aunque el Congreso lo debe aprobar, los congresistas no tienen iniciativa de gasto. Pero la eficacia de esa regla, según el modelo constitucional, depende de que el partido del Ejecutivo controle el Congreso, solo o con alianzas. Eso fue así hasta el gobierno de Humala y, por alguna inercia, hasta el de Kuczynski. Pero, a partir del gobierno de Vizcarra, el Ejecutivo ya no tiene capacidad de influir en el Congreso. Para peor, el Tribunal Constitucional, no en una sino en dos sentencias, ha resuelto que eso de no tener iniciativa de gasto solo es aplicable al ejercicio corriente, o sea, que los congresistas sí pueden imponer gasto futuro. Es verdad que, para llevar la fiesta en paz, los sucesivos ministros de Economía hacían la trampita de incluir como propios algunos proyectos de los congresistas más influyentes o lo hacían luego, mediante ampliaciones presupuestales. Pero eran eso: mentirillas piadosas de poca monta en las dimensiones presupuestales. Pero ahora, como la regla ya fue perforada por el Tribunal Constitucional, se nos viene el desastre de más gasto y más deuda. Ya lo vivimos. Así regresaremos al pasado terrible de quiebra fiscal.
Al Congreso no le importa la disciplina fiscal, el Ejecutivo no tiene la fuerza política para imponerla, el Tribunal Constitucional no se va a desdecir ni tiene ganas de hacerlo, y las luces alumbran otros problemas: los líos en el Ministerio Público, el control del futuro proceso electoral y la falta de legitimidad de la presidenta. Pero el deterioro de las finanzas públicas no se detiene. El Consejo Fiscal ha hecho lo suyo, ha actuado como voz de conciencia, ha advertido del grave riesgo financiero por descontrol del gasto. A falta de poder político, ha puesto junto a sus advertencias el prestigio personal y profesional de sus cinco integrantes, con la esperanza de poder influir. Como suele ocurrir, la voz de la conciencia es la última trinchera y el desastre llega cuando no se la escucha.
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