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Estrechez de corazón

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Esta estación del año entrará en los anales de la Historia de nuestra región como la primavera del descontento. Chile, Ecuador, Argentina y México han sufrido sendos golpes al orden y a sus democracias. Los cárteles del narcotráfico obligaron al Ejército mexicano a liberar al hijo del Chapo Guzmán, después de que se librara una batalla propia del Medio Oriente y se vieran acorralados. En Bolivia, Evo Morales urdió una jugarreta descarada para entornillarse al poder que felizmente los bolivianos olfatearon a tiempo. En Ecuador, la ciudadanía se levantó en contra de un paquete de reformas fiscales, que derivaron en una hecatombe y en Argentina el país bulle ante la incertidumbre de las elecciones del 27-O.
Pero la sorpresa ha venido de nuestro vecino, Chile, que hasta la semana pasada parecía ser el modelo a seguir para los países de Sudamérica. A estas alturas, es evidente que las respuestas vandálicas y terroristas que han sufrido Santiago y otras ciudades no han sido suscitadas por el incremento del boleto del metro. Sería irrisorio argumentar que este pequeño cambio ha propiciado el maremágnum de esta última semana.
En medio de este descarrilamiento leo a un internauta señalar que Chile, a pesar de contar con un coeficiente de Gini similar al de Bolivia y de Venezuela, ostenta un PIB per cápita de US$15.300 que duplica y en algunos casos triplica a nuestros pares de la región, y que por ende nada tiene que ver el problema de la desigualdad.
Si bien a primeras, el PIB per cápita puede ser una buena herramienta para analizar el bienestar de una población, debe ser analizado con caución, pues se deben cumplir una serie de condiciones para que refleje una imagen fiel de la situación. Tomemos el ejemplo de Catar, que tiene un PIB per cápita de más de US$60 mil, pero un coeficiente de Gini de 41.1, casi idéntico al de Chile. ¿Significa entonces que Catar es más igualitario? La respuesta es no, su PIB per cápita se debe a sus ingentes cantidades de petróleo.
¿Entonces qué ha dado tracción a estas protestas? Parece ser, que la cada vez más latente desigualdad de ingresos ha fungido de catalizador. Ahora bien, desigualdad no es sinónimo de pobreza, como bien lo dijo Margaret Thatcher durante un discurso en la Cámara de los Comunes. En él, la dama de hierro hace hincapié en que no debe importarnos que los ricos se hagan más ricos, siempre y cuando los estratos más bajos prosperen de igual forma.
Sin embargo ese ha dejado de ser el caso en muchos países de Occidente. El “establishment” y las élites políticas y empresariales han abandonado a su suerte a los menos favorecidos, dejándolos al amparo del status quo, en un mundo cada vez más dinámico y globalizado, que está generando repercusiones negativas sin precedentes.
Chile ha sido el primer país del continente en mucho tiempo en saborear los manjares del primer mundo; su clase política se había consolidado, su Estado iniciaba un proceso de modernización y en los reportes de progreso despuntaba en todos los indicadores. No obstante, mientras el crecimiento aumente es imperativo que también lo haga el bienestar, porque ahí reside otro error garrafal: crecimiento no es sinónimo de desarrollo.
Al margen de esto, los actos barbáricos que han sufrido nuestros hermanos chilenos no tienen excusa. Redacciones en llamas, estaciones de metro destruidas, almacenes y negocios saqueados y hechos trizas no se asemeja en ningún caso al derecho a la protesta. Se pueden entender el descontento y las marchas, pero no la violencia errática que finalmente perjudica a tus conciudadanos, pues toda demanda pierde de inmediato legitimidad en cuanto se torna violenta. Como bien dijeron Los Prisioneros: “Puedo entender estrechez de mente (…). Pero no voy a aguantar: ¡Estrechez de corazón!”.
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