Esta semana se han viralizado las intervenciones de tres parlamentarios que, en un despliegue de soberana ignorancia o desvergonzada demagogia, arremetieron contra el presidente del Banco Central de Reserva, Julio Velarde.
Los perulibristas María Agüero, Alfredo Pariona y Wilson Quispe aprovecharon la participación del banquero central en una sesión de la Comisión de Presupuesto para lanzar diatribas de toda índole. Que qué hará para promover el empleo, diversificar las exportaciones, regular las “cajas usureras”, etcétera.
Disparos que salieron todos por la culata, pues, como el propio Velarde hizo notar, solo pusieron en evidencia un absoluto desconocimiento del rol del BCR, que es exclusivamente velar por la estabilidad monetaria. Un rol que, a todas luces, cumple a cabalidad. Y, si alguien lo duda, solo hace falta anotar un dato: en las últimas dos décadas, mientras que desfilaron por Palacio nueve presidentes, el nuevo sol se devaluó solo en 8%, muy por debajo de las divisas de nuestros vecinos latinoamericanos.
La pregunta surge inevitable: ¿cómo es posible que el país más políticamente inestable de la región tenga, a su vez, la moneda más estable de la misma? ¿Cómo se entiende que un Estado de paupérrima institucionalidad pueda contar con una de las autoridades monetarias con los más altos estándares globales? En suma, ¿qué diferencia al Banco Central de Reserva del resto de entidades públicas? La respuesta es una sola: su independencia del poder político.
Hasta antes de los noventa, el BCR era básicamente una extensión del Ejecutivo. El presidente de la República podía manejar a su antojo la política monetaria del país, usualmente para dar rienda suelta al gasto público. Un modelo que ha terminado llevando al caos en cuanto lugar y tiempo se ha implementado (algo que nosotros aprendimos de manera particularmente dramática a fines de los ochenta).
Con las reformas estructurales de fines del siglo pasado, se dio una autonomía constitucional al Banco Central, lo que ha sido una piedra angular para la economía peruana desde entonces.
Esta autonomía ha permitido que las decisiones centrales que toma la entidad (tasas de interés de referencia, operaciones de mercado abierto, niveles de encaje, etcétera) se den de la única manera en que este tipo de medidas deben ser tomadas: con un criterio exclusivamente técnico.
Además, ha permitido que en el BCR se desarrolle una genuina meritocracia. Es conocido su curso de verano, al que, desde hace más de cinco décadas, postulan anualmente unos 1,000 jóvenes universitarios e ingresan menos del 5%. De los pocos que completan el curso, solo a los primeros cinco se les ofrece una plaza en la institución. Es decir, al BCR llegan solo los mejores entre los mejores. Un claro contraste con el sistema habitual en la mayoría de las entidades, donde los contactos, filiación partidaria y cercanía política (o hasta familiar) suelen ser lo determinante.
Son a menudo criticados los supuestamente altos sueldos de los directivos y del propio presidente del BCR. Lo cierto es que se trata de profesionales que en el sector privado podrían recibir un múltiplo de lo que hoy reciben. A juzgar por los resultados en términos de estabilidad monetaria, estas remuneraciones son quizás los recursos públicos mejor gastados en el país.
Hay que destacar también que, mientras que el presupuesto público general ha tenido un incremento real de 30% solo en la última década, el del BCR se ha mantenido invariable desde los 90.
Es evidente que la naturaleza del BCR es distinta a la de instituciones como ministerios o municipalidades, en las que será inevitable algún nivel de injerencia política. Pero existen muchísimas entidades (como el Reniec, Migraciones, organismos reguladores, Fonafe y un largo etcétera) que podrían perfectamente aspirar a un manejo más parecido al del Banco Central.
Imaginemos tan solo un Petroperú que hubiera sido manejado libre de injerencias políticas. ¿Cuántos millones nos hubiéramos ahorrado todos los peruanos?
Larga vida al Banco Central de Reserva y a sus profesionales de clase mundial, que han hecho de esta institución un faro en la neblina de nuestra precaria institucionalidad pública.