La parálisis del Perú no es solo económica, es fundamentalmente política. El país necesita reformas urgentes para acelerar su crecimiento, pero su clase dirigente—Gobierno y Congreso—no tiene el interés, la capacidad, ni el capital político para emprenderlas. El resultado es un Estado que se descompone a la vista de todos, mientras los problemas estructurales se agravan.
El gobierno de Dina Boluarte, en su último tramo, no gobierna: sobrevive. Cada decisión está subordinada al objetivo de no ser vacada. No hay reformas, ni visión de país, ni equipo técnico de peso. Hay solo una alianza tácita con un Congreso que legisla al margen de la racionalidad económica y del interés público. Esta combinación es tóxica: un Ejecutivo débil y un Congreso clientelista se autoalimentan mutuamente y bloquean cualquier intento de modernización.
En este contexto, plantearse reformas estructurales es ilusorio. Nadie con poder real quiere enfrentar intereses o asumir el costo político de un cambio de fondo. Se legisla para la próxima elección, no para la próxima generación. Esto nos lleva a una pregunta inquietante: ¿está el Perú condenado a rezar para que en 2026 se elija a un presidente y un Congreso con ideas reformistas y capacidad de ejecutarlas? Lamentablemente, parece que sí, porque carecemos de mecanismos institucionales que garanticen un Estado funcional y visionario. Todo depende de quién gane las elecciones. Y el panorama no es alentador.
El sistema de partidos está pulverizado. La mayoría de los congresistas llega al poder con menos de 10,000 votos y sin trayectoria ni responsabilidad política. Los candidatos presidenciales son, en su mayoría, improvisados, personalistas y desconectados de una agenda de reformas reales. No hay debate programático ni coaliciones duraderas. Hay marketing político, promesas vacías y una ciudadanía harta pero desorganizada. En este entorno, la probabilidad de que surja un liderazgo reformista con capacidad de gobernar es baja, aunque no nula.
Para que eso ocurra, se necesitan al menos tres condiciones: Primero, que aparezca un candidato técnicamente solvente, con liderazgo, arraigo popular y respaldo político. Capaz de convocar alianzas y desarrollar un buen programa de gobierno. Segundo, que se logre una mayoría parlamentaria mínimamente funcional que apruebe una reforma política que reduzca el riesgo de un nuevo Congreso populista. Tercero, que la ciudadanía ejerza presión real por cambios estructurales mediante una movilización cívica organizada, hoy inexistente, que luche contra la corrupción y mediocridad.
Si esto no ocurre, el Perú seguirá atrapado en una trampa institucional, sin capacidad de producir políticas públicas eficaces. Un país que no colapsa, pero que tampoco avanza, y se desgasta diariamente. Esperar 2026 como tabla de salvación es peligroso si no hacemos nada desde ahora. Rezar no basta, pero los esfuerzos que muchos han venido haciendo para construir liderazgos, exigir cuentas, articular propuestas y defender la institucionalidad no han tenido eco en el Gobierno, en el Congreso o en nuestra clase política. Tampoco en la población.