Checo y hablante de yidis, leyó a Platón en griego y erigió una prosa que le debe mucho a la precisión de Flaubert y a la elegancia de Goethe. (Estoy seguro de que habría amado a Melville, entonces un autor olvidado.) Empleó como instrumento el alemán anticuado que se usaba en Praga. Hace tres décadas, Fernando Samaniego, un sabio bibliófilo, con gran pesar se vio obligado a vender un ejemplar de la primera edición de El fogonero (Der Heizer, 1913), una de las pocas obras que Kafka publicó en vida. Se lo ofrecí al Instituto Goethe y una funcionaria me respondió con claridad: “No nos interesa. No es alemán; es checo”. Tal respuesta, felizmente, no es representativa del sentir general de los alemanes. Los hispanohablantes le debemos a ese checo la paternidad de García Márquez, Cortázar, Luis Loayza, Borges. Este menciona en uno de sus mejores cuentos “una letrina sagrada llamada Qaphqa”.