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Por 100pre, Kafka
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El mundo celebra el centenario de un hombre oscuro, al que en vida ignoró. Este hombre dedicó sus insomnios a fabricar prisiones de muros infinitos regidas por poderes incomprensibles. “Hay esperanza”, escribió Kafka, “pero no para nosotros”. Esta visión terrible de un cosmos inhumano (o extrahumano) ha sido atribuida a su condición de judío, a influencias gnósticas, al maltrato de su padre brutal e insensato. En realidad, como han señalado sus mejores lectores, no necesitamos saber qué significa su obra ni cuál es su origen. Su arte es admirable por su originalidad, por sus símbolos insondables y por su capacidad para interpelarnos, que no ha menguado un ápice y promete continuar en el variado porvenir.
Pero Kafka es aún más complejo. Sus protagonistas no son solo víctimas, sino que el autor se encarga de mostrarnos sus miserables falencias, como el resentimiento y la vanidad de K., en El castillo. Su personaje más conocido, Gregor Samsa, de La metamorfosis, es un hombre de mediocres virtudes, de sexualidad humillada; no un héroe trágico. Es como si las peripecias atroces que los personajes sufren fueran una extensión de sus propios infiernos interiores. Acaso también en ellos encuentra el lector dónde reconocer su experiencia, aun de manera inconsciente. Mientras vivió, Kafka, fanático del pudor y la discreción, tuvo pocos lectores y me pregunto qué sentimientos le habrían inspirado las actuales ventas masivas de sus obras.
Checo y hablante de yidis, leyó a Platón en griego y erigió una prosa que le debe mucho a la precisión de Flaubert y a la elegancia de Goethe. (Estoy seguro de que habría amado a Melville, entonces un autor olvidado.) Empleó como instrumento el alemán anticuado que se usaba en Praga. Hace tres décadas, Fernando Samaniego, un sabio bibliófilo, con gran pesar se vio obligado a vender un ejemplar de la primera edición de El fogonero (Der Heizer, 1913), una de las pocas obras que Kafka publicó en vida. Se lo ofrecí al Instituto Goethe y una funcionaria me respondió con claridad: “No nos interesa. No es alemán; es checo”. Tal respuesta, felizmente, no es representativa del sentir general de los alemanes. Los hispanohablantes le debemos a ese checo la paternidad de García Márquez, Cortázar, Luis Loayza, Borges. Este menciona en uno de sus mejores cuentos “una letrina sagrada llamada Qaphqa”.
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