Conocí a Gustavo Gutiérrez al inicio de la década del 60 cuando dictaba clases de Introducción a la Teología en las antiguas aulas de la Pontificia Universidad Católica del Perú, en ese entonces ubicada en la bucólica Plaza Francia.
Pequeño y desgarbado, cuando hablaba se volvía monumental por la solidez de sus convicciones. Recuerdo su voz clara y profunda. Al caminar, evidenciaba un ligero defecto en las piernas. A pocos de mi generación dejó de impresionarlos.
Hoy, contemplando su figura desde el tiempo y las circunstancias, con la serenidad y lucidez de los años, entendemos que Gustavo Gutiérrez es una de las figuras universales del Perú del siglo XX, cuyo legado de solidaridad con los olvidados y desposeídos inspiró a generaciones en todo el mundo. Su herencia trasciende el ámbito religioso y se extiende a valores universales que, hoy más que nunca, los tenemos presentes.
Su espíritu y su palabra se continuarán sintiendo y escuchando, a pesar de la oposición que soportó con estoicismo, serenidad y con espíritu cristiano, las lapidaciones morales y verbales que le ejecutaron. Y con las piedras que se le arrojaron levantó una pared de protección a “sus pobres”.
Nació en Lima, en el seno de una familia de limitados recursos económicos. Desde muy joven padeció de una dolencia ósea que al inicio lo postró en una cama, luego a una silla de ruedas y, finalmente, lo condenó a una ligera cojera que lo acompañó toda su vida. Fue precisamente su época de postración la que le permitió leer y hurgar en múltiples textos filosóficos y teológicos con los que fue construyendo una sólida arquitectura académica que después utilizaría para argumentar sus tesis teológicas.
Superando sus aflicciones físicas, hizo estudios de Medicina en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, que luego dejó, y se matriculó en Letras en la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde después sería el profesor que dejó una huella indeleble en sus alumnos. Desde esa época lo perseguía un chispazo que luego crece hasta convertirse en el halo de fe que lo alcanza y revela su verdadera vocación, que era servir a Dios y a los necesitados.
Fue ordenado sacerdote en 1959 y, al año siguiente, inició sus estudios de Filosofía en la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, y unos años después su doctorado de Filosofía en la Universidad Católica de Lieja, en Francia.
En 1971, época convulsa y tensa con regímenes dictatoriales en Latinoamérica, publica su obra más importante Teología de la liberación: perspectivas. Esta monumental obra, por su repercusión, ha sido traducida a más de veinte idiomas y le da talla universal a Gustavo Gutiérrez.
Este libro, que es un compromiso moral y religioso, le gana muchos adeptos y una gran cantidad de enemigos en la Iglesia católica que, desde entonces, inician una campaña demoledora contra él.
Desde ese momento, Gutiérrez forma parte de esa legión de comprometidos con Dios y con los hombres que integran Helder Cámara de Brasil, Sergio Méndez de México, Arnulfo Romero de El Salvador y otros. Algunos de ellos mueren en su combate contra la injusticia,
La Teología de la liberación: perspectivas, dedicada a José María Arguedas y a Henrique Pereyra Neto, empieza con un emotivo episodio de Todas las sangres, que denota el tono del desarrollo del libro de Gutiérrez. El texto del libro invoca a hacer una reflexión a partir del Evangelio y de las experiencias humanas comprometidas con el proceso de liberación de Latinoamérica.
No habla de liberación política, sino de liberación teológica, que nace de la experiencia en el esfuerzo por abolir la situación de injusticia y por la construcción de una sociedad distinta, más libre y más humana.
Gustavo Gutiérrez, tanto en clases como en sus textos, siempre habló de esa extraña dicotomía que se opera en la sociedad moderna; del dilema de los necesitados y olvidados que están entre las campañas publicitarias que los obligan a consumir y la realidad patética que se los prohíbe.
Todavía recuerdo su afición al cine, especialmente al dirigido por el español Luis Buñuel con películas como El discreto encanto de la burguesía o la simbólica Nazarín, él nos hace leer El principito, de Saint Exupery.
Fue, principalmente, párroco en la pequeña iglesita de Cristo Redentor en el tradicional distrito del Rímac, fundador del Instituto Bartolomé de Las Casas, miembro de la Academia Peruana de la Lengua. En 2003 recibió el Premio Príncipe de Asturias por “su modelo ético y admirable tolerancia y profundidad humanística”.
Es interesante rescatar lo que expresó, entonces, el jurado del premio, tanto de Gutiérrez como del periodista Ryszard Kapuściński, con quien compartió el premio. “Su coincidente preocupación por los sectores más desprotegidos y por su independencia frente a presiones de todo signo que han tratado de tergiversar su mensaje”.
Cuando cumplió los noventa años, en 2017, su santidad, el papa Francisco, le envió una carta de felicitación por su cumpleaños, de gran calor humano, donde le dice: “Me uno a tu acción de gracias a Dios y también a ti te agradezco por cuanto has contribuido a la Iglesia y a la humanidad a través de tu servicio teológico y de tu amor por los pobres y descartados por la sociedad”.
El 22 de octubre, este humilde y modesto sacerdote dominico fue llamado por el Padre. Gustavo Gutiérrez, descansa en paz.