“Un hombre puede morir, las naciones pueden crecer y caer, pero la idea sigue viva”, dijo sabiamente el expresidente estadounidense John F. Kennedy. Vargas Llosa murió el domingo rodeado de su familia. El único nobel peruano ya era inmortal mucho antes de cerrar los ojos por última vez.
Sus libros se impregnaron en la vida millones de personas en el mundo, pero su más grande obra fue su vida. Empezó como comunista en la universidad, pero poco a poco se fue desencantando de esa romántica utopía y empezó a abrazar las ideas de la libertad, del respeto al individuo. Tal vez habría ganado el Nobel antes si, como muchos intelectuales, se hubiera mantenido en la izquierda, pero el escritor arequipeño fue firme en sus ideas.
La mayoría resalta la inigualable trayectoria literaria del nobel, pero yo admiro, sobre todo, al Vargas Llosa político. Ese intelectual que decía sus ideas sin temor a la reacción de su audiencia. Que se atrevió a hablar de liberalismo en un país cegado por el estatismo velasquista.
En 1987, llenó la plaza San Martín para condenar la estatización de la banca impulsada por el Gobierno aprista. En ese momento se convirtió en el artífice del movimiento liberal más grande que ha tenido el Perú.
“Perdió por decir la verdad”, es lo que se suele decir sobre la candidatura del escritor en 1990 y probablemente es verdad. Para muchos, hablar sobre libre comercio en el Perú era arar en el mar. Aun así, no solo se mantuvo firme, sino que llenó las plazas de armas de Arequipa, Cusco y otras ciudades. Algo impensable en los 80. Si no hubiese sido por él, las reformas de mercado hechas por Fujimori no habrían tenido el apoyo popular.
Si bien se considera que su incursión en la política fue breve, lo cierto es que nunca dejó de ser político. Sus opiniones sobre gobiernos y coyuntura eran buscadas y escuchadas como si de un expresidente se tratara. Nunca se dejó engatusar por la derecha ultraconservadora, ni por la izquierda trasnochada, lo que le valió muchas críticas y agravios.
Mario Vargas Llosa será recordado como un principista, un quijote que amó la libertad, pero amó aún más al Perú, a pesar de lo ingrata que fue con él la sociedad peruana. Nunca perdió la fe en nuestro país y, como dijo alguna vez, lo llevó en las entrañas. Su legado no solo será su prodigiosa pluma, sino también su entereza como político y persona, así como su valentía de siempre decir lo que piensa.
Descansa en paz, genio.