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Hipocresía colectiva

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El empresario entró al cuarto incómodo. El juez lo había mandado llamar por su caso. Lo esperaba sentado. Le indicó con un gesto que se siente.
“Su caso es interesante pero difícil. Como usted sabe, hay muchas presiones. Necesitamos conversar”. El juez mantuvo un gesto de expresión austera.
“Usted dirá”, le contestó el empresario con voz temblorosa. “En realidad, es usted el que tiene que decir algo”, le contestó el juez. Y allí comenzó una negociación sobre el monto. Las cifras comenzaron muy distantes, pero poco a poco se fueron acercando en medio de argumentos sobre cuánto valía el caso, de un lado, y de lo difícil de la situación de la empresa para asumir un pago de tal magnitud, del otro lado.
“Mire, no la hagamos larga. Trescientos mil dólares y tiene su sentencia en una semana”, dijo el juez con tono de ultimátum. El empresario asintió con la cabeza. El juez sonrió levemente y respondió también asintiendo con la cabeza en señal de aprobación.
El juez se levantó y le extendió la mano. Mientras se la estrechaba con fuerza, le dijo al empresario: “Tiene que hacer el pago. Nuestro común amigo le dará todas las instrucciones. Hecho el pago, a los pocos días tendrá la decisión”. El empresario miró con gesto de extrañeza. Replicó: “Y si mejor me notifica la sentencia y entonces le hago el pago”.
El juez soltó una carcajada contenida. “Así no funcionan las cosas, mi buen amigo. Primero se hace la contribución y luego recibe lo prometido”.
El empresario dijo con candidez: “¿Y si le hago el pago y luego no sale la sentencia?”. El juez resopló una sonrisa con un leve “jeje”, seguido de: “¡Seeñoor! Estamos entre caballeros”.
La historia me la relató un abogado a quien se la había contado su cliente. Presumo que es verdad. Y si no lo es, hay miles de historias verdaderas que permiten presumir que, si no fue así, fue muy parecido.
Esta semana leí el libro El cerebro corrupto, de Eduardo Herrera. Está lleno de historias parecidas. Todas le pasaron al autor. No habla por oídas. Él fue parte del monstruo. No se va por las ramas ni intenta justificar nada. El libro es un acto de constricción de lo que fue su vida. Y es que había que ser así de crudo para contar las cosas.
Nos dividimos así entre los que corrompen, los corrompidos y los que nos hacemos los locos. El libro nos permite ver la normalidad con la que funcionan cosas cuya invisibilidad es un acto de hipocresía colectiva. Hay hasta una “ética” de la corrupción, con unas reglas que, como los contratos en los negocios, permiten que las cosas funcionen con cierta predictibilidad.
Hannah Arendt hablaba de la banalidad del mal. El mal no es monopolio de los malvados. No son seres demoniacos los que convierten males como la corrupción en desgracia institucional. Es la conducta del ciudadano común y corriente lo verdaderamente peligroso. Como en el cáncer, lo que mata no es que aparezca, sino la capacidad de difundirse célula por célula hasta destruir el organismo.
Eduardo Herrera nos muestra qué tan banal puede ser el mal en nuestra sociedad. Y es que está tan cerca que la única posibilidad de decir que no lo hemos visto es que estemos mintiendo o que seamos indiferentes.
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