El asesinato de un profesor en un colegio de Ate, a plena luz del día, en estado de emergencia y delante de decenas de sus alumnos, debe servir como un par{teaguas en la lucha contra el crimen, un ¡basta ya! a la presidenta Dina Boluarte y a su incompetente ministro del Interior.
La escena ha circulado incluso fuera de las fronteras nacionales y, en su brutalidad, proyecta una imagen muy certera de lo que está ocurriendo en el Perú. Un país donde la vida no vale nada y en el que las actividades criminales del sicariato se han extendido a casi todos los ámbitos de la vida laboral o económica de los ciudadanos.
Mientras tanto, al ministro Juan José Santiváñez, tan genuflexo y servicial para desactivar unidades policiales honestas y de alto profesionialismo, no se le ocurre otra respuesta que ofrecer una ampliación de los estados de emergencia. Y es sabido que apostar soldados y vehículos militares en algunas esquinas presuntamente peligrosas de la ciudad no disuade ni siquiera a los arrebatadores de celulares.
Defender la ley y poner orden en las calles es una tarea netamente policial, pero llegados al punto a que ha llegado la violencia en el país, se requiere, para empezar, de unidades especializadas, trabajo de inteligencia y recursos tecnológicos para dar con los núcleos y cabecillas de las bandas criminales.
Además de ello, es necesario un liderazgo claro de las autoridades e instituciones llamadas a defender la vida y el trabajo de los peruanos. Y lo que tenemos, en cambio, es un gobierno deslegitimado, con una aprobación ciudadana cercana a cero, incapaz de proteger a las fuerzas vivas de la nación que, por el contrario, tiene que manifestarse a través de paros, marchas pronunciamientos públicos para exigir que el Gobierno haga el trabajo que se le ha encomendado.
Las declaratorias de estado de emergencia, por otra parte, podrían dar algún resultado si estuvieran articuladas con otras estrategias de las que el Ejecutivo carece, como la organización vecinal, por ejemplo. Y es que, a la falta de visión, este Gobierno suma una credibilidad y una capacidad de convocatoria prácticamente nulas.
Una orfandad de ideas, de falta de autoridad y de arraigo social que quedó retratada en las demagógicas arengas que, al visitar la escena del crimen, lanzó el ministro de Educación, sin que nadie –absolutamente nadie– de la multitud aglomerada en el colegio le hiciera el menor caso.
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