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[Opinión] Jaime Bayly: La fuga del suicida
“Un abogado (...) le envía numerosos correos electrónicos al periodista Barclays, tratando de persuadirlo de que Alan está vivo”.
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Excitado porque su teoría conspirativa de que el expresidente peruano Alan García no se suicidó hace tres años (y por consiguiente vive en la clandestinidad) ha calado hondo entre muchos desconfiados y ganado adeptos entre los ejércitos de maliciosos, un abogado español, residente en Madrid, que investiga obsesivamente el caso y escribe un libro al respecto, le envía numerosos correos electrónicos al periodista Barclays, tratando de persuadirlo de que Alan está vivo. Así enumera sus razones u observaciones:
UNO
Alan tuvo cuatro meses para preparar su muerte o su fuga. Despreciaba a los fiscales que lo perseguían encarnizadamente, despreciaba a los jueces que deseaban humillarlo metiéndolo en un calabozo, despreciaba al presidente de turno. Se creía inocente. Le parecía grotesco que pretendieran encarcelarlo por dar una conferencia pagada en Sao Paulo, cuando ya era expresidente. Si se mataba, triunfaban sus enemigos. Si escapaba, haciéndoles creer que se había suicidado, triunfaba él, su inteligencia superior, su astucia legendaria.
DOS
Alan se disparó en la mano, el día en que se vio obligado a salir de la embajada uruguaya porque el gobierno de ese país le negó el asilo. ¿Por qué se disparó en la mano? ¿Qué suicida ensaya su muerte disparándose en la mano, meses antes de matarse? ¿Quería que sus enemigos supieran que llevaba un arma consigo y no vacilaba en dispararse a sí mismo estando en apuros? Es insólito que un suicida pruebe su coraje, se someta a tanto dolor y afirme su determinación autodestructiva disparándose en la mano, meses antes de hacerlo en la cabeza. Alan se disparó en la mano para que nadie dudase de que cargaba un arma y no vacilaba en usarla contra sí mismo.
TRES
Alan y su comando tienen cuatro meses para planear la fuga: diciembre, enero, febrero y marzo. Necesitan tres cosas: el cuerpo del doble; un pasaporte con la identidad cambiada; y un avión. Siendo un hombre rico, ninguna de esas tres cosas le resulta inalcanzable. La más difícil es la primera: ¿cómo conseguir el cuerpo de un hombre que se parezca vagamente a él? Una opción es que, usando programas cibernéticos sofisticados, buscan, en el registro nacional de identidad, el rostro, la altura y el peso de un hombre parecido a él. Esos programas cibernéticos, que usan los servicios de espionaje, operan de esa manera: se introduce un rostro y el programa busca unos perfiles semejantes. Una vez encontrados, el programa identifica los datos asociados a esos rostros: nombre, dirección, documentos de identidad. Con esa información, el comando procede a secuestrar al que elige.
CUATRO
La otra opción es que no secuestran vivo al doble de Alan. Lo secuestran ya muerto. Retiran el cuerpo de la morgue. En la morgue de Lima, y en las morgues de provincias, hay centenares de cuerpos que nadie reclama. Pueden pasar doce meses, dieciocho meses, y los cuerpos siguen allí. Si el comando concluyó que secuestrar al doble vivo era demasiado riesgoso, pudo buscar al sosia, un cuerpo alto y voluminoso, en las morgues del país. Una vez identificado, se llevan el cuerpo. No es difícil. Le dan un dinero al supervisor de la morgue, es un cadáver que nadie ha reclamado ni reclamará. Lo engañan, le dicen que van a hacer prácticas con estudiantes. Es usual que algunos cuerpos no reclamados terminen siendo donados a centros de estudios para examinar sus órganos. Entonces el comando no secuestra al doble vivo: lo secuestra ya muerto. Y tiene tiempo de mantenerlo refrigerado, vestirlo como Alan, prepararlo minuciosamente para que se parezca a Alan. De ese modo, Alan no carga con la culpa de matar a un doble vivo. Van a matar a un muerto.
CINCO
El fiscal y la policía llegan a la casa de Alan a las seis de la mañana. Alan y su comando saben que van a llegar. Los están esperando. Los están esperando hace cuatro meses. Tienen el cuerpo, el pasaporte, la fuga prevista por los techos, el avión esperándolos doscientos kilómetros al sur. Alan ordena a sus empleadas domésticas que los dejen pasar. Luego hace algo extraño: sale de su habitación del segundo piso, baja las escaleras hasta el entrepiso, se deja ver por el fiscal, por los policías, por algunos periodistas que lo graban. Es una manera de decirles: soy Alan y dejo constancia de que estoy vivo en esta casa, ahora mismo. Luego hace algo aún más osado: al volver a su dormitorio, exhibe un revólver. Si quería matarse, ¿por qué no lo hizo sin presentarse ante el fiscal? ¿Y por qué quiso mostrar el arma que llevaba en la mano? De nuevo, acaso estaba montando la escena de su presunto suicidio. Quería demostrar que estaba allí, vestido de negro, armado con un revólver. Pudo haberse matado sin hacer esa extraña exhibición.
SEIS
Apenas entra en su dormitorio, Alan tranca la puerta por dentro con una barra metálica. Así gana tiempo. Luego sus dos custodios acomodan al doble, al vivo o al muerto, más probablemente al muerto, que ya está listo, preparado, vestido, teñido el cabello, tratando de que se parezca a Alan todo cuanto se pueda. Y le disparan. Matan al muerto. Cuando le disparan, ya Alan ha subido a la azotea, corrido por los techos, agazapado (una fuga que ha ensayado de noche, varias veces), y descendido a una casa que su comando ha comprado: allí se esconde. Inmediatamente después de oír el disparo, la policía trata de entrar al cuarto de Alan. No puede. La puerta está trancada. Durante minutos, la policía forcejea y no consigue abrirla. En esos minutos cruciales, los guardaespaldas salen por los techos y se esconden en la casa vecina, junto con Alan. Pero, antes de escapar, meten en los bolsillos del muerto la billetera de Alan con sus documentos de identidad y le ponen al finado un reloj de Alan. En la víspera, han borrado sus huellas dactilares usando una fórmula usual entre los malhechores, untando sus dedos con un poderoso pegamento líquido.
SIETE
Cuando la policía entra por fin, saltando desde el balcón, al dormitorio de Alan, encuentra un cuerpo tendido, poca sangre, un crucifijo, un arma de fuego: el revólver que Alan les mostró minutos antes. El cuerpo tiene la misma vestimenta negra, el rostro está desfigurado por el balazo, quizás es fácil confundirlo con Alan. De inmediato, los agentes hacen algo extraño: no llaman a una ambulancia, cargan el cuerpo (que casi no sangra, que no deja rastros de sangre en la escalera), lo meten en la camioneta del expresidente, salen a toda prisa y lo llevan a urgencias de un hospital cercano. Dos hombres van en la camioneta con el presunto cuerpo de Alan: el chofer y un policía. ¿Saben que no es Alan? Probablemente están aturdidos, nerviosos, y no dudan de que ese cuerpo es el del expresidente.
OCHO
Llegando al hospital, Alan está muerto o el doble está muerto. Alguien se toma una foto con el cadáver y la sube a redes sociales: bien mirada, no parece Alan. Puede serlo, puede no serlo. Ahora sobreviene un momento clave. Hay dos personas, solo dos, que tienen que dar fe, en ese hospital, de que ese cuerpo es el de Alan. Esas dos personas tienen que firmar el documento médico, certificando que el difunto es Alan. Por supuesto, encuentran en los bolsillos su billetera, sus documentos de identidad. Se basan en ellos para decir que el cuerpo corresponde a Alan: nacido en 1949, fallecido en 2019, víctima de lesiones encefálicas por una bala. Esas dos personas, ¿creen que es Alan porque lo confunden de buena fe? ¿Hacen los exámenes de huellas digitales? ¿O saben que no es Alan y son parte de la conspiración? ¿Han sido estimuladas monetariamente, o amenazadas por el comando secreto, y saben que se juegan la vida si no firman? No se sabe. Quizás se confunden: les basta ver los documentos de identidad del occiso, advertir el parecido físico. Además, ese cuerpo ha llegado cargado por agentes de la policía, diciendo a los gritos que es Alan. Si no se confunden, si son parte de la conspiración, ¿han sido sobornados, han sido amenazados? Días después, el nombre de una de esas dos personas aparece en la lista de muertos en un accidente de tránsito. ¿Es una amenaza?
NUEVE
Desde ese momento, nadie ve el cuerpo sin vida. El ataúd permanece cerrado. ¿Está allí el cuerpo de Alan, o el del doble? Durante el velorio, el comando mantiene una férrea vigilancia alrededor del ataúd: nadie se atreve a abrirlo. Una de las hijas del expresidente lee sollozando una carta de su padre. ¿Por qué la lee en público, frente a las cámaras? Cuando un suicida deja una carta de despedida a su familia, ¿le pide que la lea a gritos en el velorio? Al leer la carta del suicida, al repartirla copiosamente a la prensa, ¿no está la hija convalidando la tesis del suicidio? ¿No está diciendo que dentro de ese féretro están, a no dudarlo, los restos de su padre? Apenas incineran el cuerpo de Alan o el de su doble, los seis hijos del expresidente se hacen una foto en la funeraria. Todos sonríen. ¿Por qué están contentos, si acaban de cremar a su padre? ¿Sonríen porque saben que su padre es un genio y ha logrado burlarse de los fiscales, los jueces y los políticos que lo odian?
DIEZ
Mientras el país está conmovido por la muerte del expresidente, dos hombres fuertemente armados, los que acaso mataron al doble, o los que más probablemente mataron al muerto, llevan a Alan, camuflado, a una pista de aterrizaje al sur de Lima. En la pista lo espera un avión privado. El avión ha sido contratado semanas atrás. El piloto ha aterrizado en la pista de una hacienda, propiedad de un amigo de Alan. Apenas comenzaron a trazar el plan de fuga, construyeron la pista, con la máxima discreción, en aquella hacienda. El hacendado contrató al jet. Nadie en la hacienda sabe por qué el terrateniente ha querido hacer una pista de aterrizaje en sus vastos campos. Pero se trata de un empresario acaudalado: no es extraño que quiera disponer de un avioncito. Aunque el avión que ha pagado no es un avioncito: es un Gulfstream con capacidad para volar desde esa pista al sur de Lima hasta una pista clandestina al norte de África. El vuelo ha costado medio millón de dólares por llegar a Lima, y un millón por volar de Lima a Túnez, en el norte de África (donde años atrás se refugió Bettino Craxi, primer ministro italiano, amigo de Alan). En Túnez, aterrizan en una de las pistas que suelen usar los narcos (Marruecos es difícil, pero Túnez y Argelia son una coladera). Desde allí, un yate pasa a recoger al expresidente en alguna playa del golfo de Túnez y lo lleva discretamente a Palermo, Italia. Ya está en Europa, con identidad cambiada. El plan de fuga ha sido magistral. Una vez más, el expresidente ha escapado, ridiculizando a sus enemigos.
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