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Jaime Bayly: Cosas que se hacen a escondidas

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Fecha Actualización
Mi madre Dorita llegó sorpresivamente, sin anunciarnos su visita. En el aeropuerto tomó un taxi, vino a la casa, tocó el timbre y se presentó con una gran sonrisa.

–Necesitaba escaparme de Lima –dijo, tras abrazarnos–. Estaba harta de tantos problemas. Quiero desconectarme unos días.

Cuando se durmió en el cuarto de huéspedes, encontré sus tres celulares, los apagué, les quité los chips y los escondí debajo de mi cama para que no la molestasen con llamadas impertinentes desde Lima. A la mañana siguiente madrugó, me despertó, me preguntó por sus celulares y le dije que no tenía idea de dónde podían estar y que seguramente los había dejado olvidados en el avión y que mejor siguiera durmiendo. Pero ella, fiel a sus costumbres, fue a misa.

Desperté a media mañana y la encontré sentada en la sala. Me llamó, muy seria. Parecía contrariada. Una expresión sombría tensaba levemente su rostro.

–¿Cómo puedes haberle hecho eso a la Virgen? –me preguntó, la voz quebrada, como si fuera a llorar.

Yo estaba medio dormido todavía y no supe a qué se refería.

–¿Qué Virgen? –pregunté.

–La Virgencita de Huamanga que te regalé por tus cincuenta años –dijo ella.

–Claro, claro –dije–. Es bellísima. Una obra de arte, una pieza de colección.

–Me costó una fortuna. Se la compré a tu tío Waldo. Y te la traje con todo mi cariño, Jaimín. Y no me imaginé que le harías ese agravio tan horrible a la Virgen.

Comprendí que el asunto era delicado, me senté a su lado, la tomé de la mano y, tratando de entenderla, pregunté:

–¿Qué agravio le hice, mamá?

Ella se puso de pie, altiva, distinguida, una reina en mi pequeño chalé mesocrático, y me llevó al cuarto del ajedrez, y señaló, muda, a la Virgen.

–¿Cuál es el problema? –pregunté.

Me miró, profundamente decepcionada, y dijo:

–¡La tienes en el bar! ¡Has mandado a la Virgen de Huamanga al bar de tu casa! ¡Está al lado de los vinos, los whiskys y el champán!

–Mil disculpas, mamá, no me di cuenta, fue un descuido –me excusé.

–¡Sácala de allí ahorita mismo, hazme el favor! –me ordenó Dorita.

–Claro –dije, y retiré a la Virgen de esa esquina pecaminosa–. ¿Dónde te parece que debo ponerla? –pregunté.

–¿Dónde crees? –se enfadó Dorita–. ¿Dónde crees? Piensa, pues, hijito. No seas huevón. Piensa y dime dónde crees que debería estar la Virgen que te regalé.

–¿En mi cuarto? –me arriesgué.

–¡Claro, pues, huevón! ¡En tu mesa de noche! ¿Dónde más?

Subimos a mi cuarto, acomodé la Virgen en mi mesa de noche, rezamos tres avemarías para desagraviarla de las compañías alcohólicas que le había infligido y mi madre se fue a buscar sus celulares. Yo desconecté las dos líneas del teléfono fijo de la casa para bloquear todas las llamadas indeseables, y me fui a hacer mis cosas. Más tarde, Dorita me llamó a gritos, subí al segundo piso y me preguntó dónde había puesto el cuadro de mi padre que ella mandó pintar y me regaló a poco de que él falleciera.

–No recuerdo dónde está –le dije.

Llamé a Silvia y ella nos llevó al escondite: estaba en el cuarto de las escobas, junto con los plumeros, los trapeadores, las aspiradoras y los líquidos desinfectantes.

–Mil disculpas, mamá –le dije–. Pero no me da para colgarlo.

–¿Por qué, hijito? –preguntó ella, más curiosa que enojada.

–Porque en el cuadro papá sonríe, y a mí nunca me sonrió así –dije.

Dorita palmoteó mi espalda y me dijo, con aire burlón:

–Qué huevón eres. Siempre te haces la víctima.

Luego se agachó, se metió al cuarto de las escobas, sacó el cuadro y me dijo que, si no lo colgaba en un lugar decente, se lo llevaría a Lima, pues el retrato de papá no merecía estar arrumbado en ese habitáculo oscuro y desaseado.

A media tarde noté que Dorita bostezaba y le sugerí que durmiera una siesta y, para mi sorpresa, estuvo de acuerdo. La llevé al cuarto de huéspedes, pero me dijo que prefería echarse en nuestra cama matrimonial, para estar cerca de la Virgen de Huamanga. La dejé en la cama, sin zapatos, cubierta por una frazada, y me fui a mi estudio a tratar de escribir.

Un par de horas después me llamó la atención un zumbido eléctrico que provenía de nuestro cuarto. Entré con cuidado, no fuera a despertar a mi madre. Pero ella se encontraba ya despierta, sentada en la cama, y estaba jugando con uno de los pequeños consoladores a pilas que Silvia y yo usábamos ocasionalmente en nuestros juegos eróticos.

–Encontré este aparatito en tu mesa de noche –me dijo Dorita–. Se prende y se apaga. ¿Para qué sirve, Jaimín?

En su bendita ingenuidad, mi madre no había atinado a sospechar que era una réplica en miniatura de un pene que servía para procurarse placer.

–Es para darse masajes faciales –le dije.

Luego me acerqué, cogí el adminículo, que seguía encendido, me lo llevé a la cara, y dije:

–Te da masajes debajo de los ojos, para quitarte las bolsas. Y alrededor de los labios, para evitar las arrugas. Y por el cuero cabelludo, para disolver los puntos de estrés.

–A ver, dame –dijo Dorita.

Le di el consolador, empezó a pasárselo por la cara, una expresión de placer se dibujó en su rostro, y dijo:

–Es una delicia, funciona de maravillas.

En ese momento, Silvia apareció en nuestro cuarto y vio a Dorita pasándose el consolador alrededor de la boca y soltó una risotada y salió corriendo.

–Me lo voy a llevar a Lima –dijo mi madre, y lo apagó y guardó en su cartera–. Es perfecto para el estrés.

Enseguida fuimos a tomar el té, volvimos a la casa, me di una ducha y le dije a Dorita que Silvia y yo iríamos al canal de televisión, que ella se quedaría de reina y señora de la casa, acompañada de la nana y la cocinera, y de nuestra hija Zoe, que estaba en su cuarto viendo dibujos animados. Dorita se quedó encantada y nos dijo que no nos apurásemos en volver, que ella tenía mil cosas que hacer desde mi computadora, pues, a falta de sus celulares perdidos, se comunicaba con Lima vía correos electrónicos.

Llegando al canal, el guardia de seguridad nos dijo que mejor volviéramos a casa, pues esa noche había ciertos problemas técnicos que nos impedían salir en vivo.

Tan pronto como regresamos a casa, notamos que en el estacionamiento había un carro que no supimos reconocer. ¿Quién había ido a visitar a Dorita? ¿Una de sus amigas de Miami? ¿Uno de sus asesores financieros? Entramos despacio, sin hacer ruido, y oímos unos murmullos que provenían del segundo piso. Subimos delicadamente, nos acercamos al cuarto de Zoe y contemplamos una escena insólita: un sacerdote católico, cubierto por una sotana verde, estaba bautizando a Zoe, acompañado de Dorita y las empleadas domésticas, que sollozaban, emocionadas. Zoe miraba intrigada y al parecer divertida, mientras el padre pronunciaba unas palabras severas en latín y Dorita rociaba gotas de agua bendita en el cuarto de nuestra hija.

–Perdón, ¿interrumpimos? –pregunté.

Dorita nos miró con naturalidad, sin culpas ni temores, con la poderosa autoridad que emanaba de ella, y nos dijo:

–Pasen, pasen, que estamos bautizando a Zoe.

Ella sabía que no habíamos querido bautizar a nuestra hija porque éramos agnósticos, pero había conspirado con su amigo, el cura de la parroquia, para bautizarla clandestinamente, aprovechándose de nuestra ausencia. No nos pareció apropiado interrumpir la ceremonia, porque Zoe parecía encantada con la atención que le prestaban, ella en el centro de la escena, la estrella indudable que era siempre.

Al terminar el bautizo, acompañamos al sacerdote hasta su auto, le di una propina y la agradecí. Luego entramos en la casa y Dorita vino resueltamente, me abrió los pantalones y me echó en la entrepierna toda el agua bendita que había sobrado.

–¡Mamá, qué haces! –di un respingo, mis genitales de pronto fríos, mojados.

–Purificándote el pajarito, Jaimín –dijo ella, y soltó una carcajada.

Luego sacó el consolador, se lo pasó por la cabeza y dijo:

–Ay, qué rico.

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