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Jaime Bayly: El numero siete
Columna de Jaime Bayly
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Entré a trabajar en un periódico conservador de derechas, La Prensa, cuando tenía quince años, gracias a mi madre, que era amiga de los dueños. Me desempeñé como cortador de los despachos cablegráficos que imprimían los teletipos, reportero policial, reportero de deportes y columnista político. La comisión periodística más insólita que me encomendaron fue la de cubrir el mundial de fútbol en España como si estuviera en ese país. En realidad, lo veía por televisión, pero firmaba mis crónicas desde las distintas sedes del mundial. Tenía diecisiete años. Era inimputable.
Cuando había cumplido dieciocho años y escribía una columna sobre política titulada Banderillas, el periódico quebró. El director practicaba el nepotismo a gran escala y sin remordimientos: su esposa era jefa de culturales, su cuñada era su secretaria, su otra cuñada era jefa de ventas publicitarias, su hijo era jefe del suplemento dominical. El director sermoneaba desde su tribuna contra los dispendios de las empresas públicas, pero el periódico era gerenciado como una empresa pública. Peor todavía, el jefe de la página financiera era alcohólico, el jefe de policiales era alcohólico, el jefe de deportes era alcohólico y el jefe de sociales era alcohólico. Más que un diario, parecía una cantina. Los periodistas escribían borrachos de palabras y ron. No fue una sorpresa que el periódico quebrase. Se hundió lenta y aparatosamente como un navío centenario en medio de un océano de papel impreso. Yo contribuí a ese fracaso desde mi columna. Recién asomado a mi condición de mayor de edad, supe lo que era vivir un gran naufragio.
Tuve entonces la fortuna de que, ya quebrado el periódico, hundido en el fondo del mar ese legendario barco conservador, me llamasen a un canal de televisión para hablar de política. Escalé rápidamente en esa televisora, gracias a que el dueño me tenía cierta estima. En un par de años me hice famoso, comencé a ganar un dinero nada desdeñable, me compré un auto de lujo y alquilé un apartamento en un barrio más o menos elegante. Luego tuve un sonado pleito verbal con un presidente de izquierdas y me echaron de la televisión. Era la primera vez que me despedían. Tenía veinte años. Sentí la dolorosa humillación de ser expectorado del canal como si fuera un gargajo, una flema. Me escupieron. Me quedé sin periódico y sin televisión. No podía volver a casa de mis padres. Mi padre era mi enemigo. Seguramente estaría regocijándose con mis primeros fracasos. Tenía que ganarme la vida sin pedir ayuda a la familia. No me interesaba seguir estudiando en la universidad. No me interesaba ser un abogado en un país donde las leyes eran una ficción, una entelequia.
Durante cinco años, me fui a hacer un programa de televisión en Santo Domingo. Todavía no sé por qué me ficharon. Decían que el programa era financiado por la CIA o por alguna agencia de Washington. Era una tribuna a favor de la libertad y en contra del comunismo. Se veía en un puñado de países desnortados. Me pagaban bien, sospechosamente bien. No merecía tales estipendios, tan desmesurados honorarios. Por otra parte, no mentía. Era ya de derechas, pero no de derechas religiosas, conservadoras, sino de derechas liberales. Las ideas que defendía en el programa eran genuinamente las mías. Me peleaba a gritos con los izquierdistas y mimaba babosamente a los derechistas. El programa fue un éxito en ciertos países de la región, principalmente en República Dominicana y Puerto Rico, en Panamá y Costa Rica, en Colombia y Ecuador. En mi país de origen, menos mal, no se veía. Vivía como un príncipe exiliado entre Santo Domingo, San Juan, Miami y Lima. Era una suerte de donjuán o casanova caribeño de bajo presupuesto y dudosa apostura. Fueron cinco años de vida licenciosa, carnavalesca, excesiva, cinco años viviendo en los mejores hoteles del Caribe, cinco años viajando en avión casi todas las semanas. Tenía una lujosa colección de corbatas. Me gustaba robarlas en las tiendas más refinadas de San Juan y Miami. Compraba cinco y robaba dos.
Cuando cumplí veinticinco años, me harté de la televisión, de los viajes, de los hoteles, del dinero que ganaba exhibiendo mi pirotecnia verbal, haciendo alarde de mis dotes de embustero. La vida de figurón no estaba mal, me había vengado de mi padre; ahora me conocían en varios países y ganaba un dinero que acaso provenía de la CIA, pero, en realidad, cuando miraba el agujero negro que era mi espíritu, lo que de verdad quería era ser un escritor. Por eso renuncié al programa en Santo Domingo, me despedí de mis jefes intrigantes y conspiradores que me querían como si fuese su hijo, les prometí que me tomaría un sabático para escribir una novela que me quemaba las entrañas y me largué del Caribe para vivir en Madrid: en esa gran ciudad sería un escritor, me dedicaría a tiempo completo a ser un escritor. El pequeño detalle es que entré a España como turista. Mi visa me permitía quedarme seis meses. Me quedé un año. Fui ilegal. Fui escritor ilegal, indocumentado, en Madrid. Escribía a mano en un cuaderno. Escribí la primera parte de una novela. Luego me entraron dudas, me extravié, dejé la novela reposando y me fui de Madrid, temeroso de que me arrestaran y deportaran. A veces pienso que debí quedarme. Poco tiempo después de marcharme, dieron una amnistía migratoria a los ilegales. Pude haberme beneficiado de dicha amnistía. Pude conseguir la residencia. Pero, como era un señorito mimado, y ya tenía el primer tercio de la novela, me mudé a Miami, una ciudad que me encantaba, y después a Washington, expulsado de Miami por un huracán vicioso, brutal.
Tenía dinero en el banco gracias a mis cinco años haciendo televisión en Santo Domingo, así que me permití el lujo de vivir tres años en Washington dedicado única y exclusivamente a terminar la novela inacabada, cuyo primer tercio había escrito en Madrid. ¿Quería estudiar una maestría en Washington? No. ¿Quería ser corresponsal de una televisora o un diario? No. ¿Quería ser profesor de español? No. ¿Qué demonios quería? Escribir, solo escribir, dedicar la mañana y la tarde a escribir como un lunático, un demente, un suicida en un vuelo kamikaze. En Washington ya no escribía en el cuaderno que había usado en Madrid, ahora lo hacía en una computadora portátil. Vivía con mi novia. Nos casamos. Tuvimos una hija. Cuando nació nuestra hija, terminé por fin la novela.
Pero entonces, pequeño detalle, me quedaba poco dinero en el banco. Lo había gastado viviendo un año en Madrid y tres en Washington. La editorial española que publicó mi novela me dio como adelanto una suma simbólica, apenas mil dólares. Mi familia entera quería lincharme: mis padres, mis hermanos, mis tíos, mi suegra. Era un escritor finalmente y, al mismo tiempo, un apestado, un leproso, un paria errante, un desterrado. Había invertido todo mi dinero, todo, en una novela, y ahora tenía que mantener a mi familia y, no quedaba más remedio, volver a la televisión.
Pocos meses después de que saliera la novela, nos mudamos a Miami, alquilamos un piso estupendo frente al mar y volví a la televisión, al circo de todas las noches, en un canal que me consentía y pagaba bien. Desde España, las noticias eran extraordinarias, alentadoras: la novela se vendía muchísimo, todos los meses imprimían una nueva edición, se hicieron traducciones a varias lenguas europeas (aunque nunca al inglés), me fichó la agente literaria más poderosa, el libro vendió cien mil ejemplares en dos años, el productor de cine más importante de España me compró los derechos e hizo una película. No podía decirse que había fracasado como escritor. Desde mi país, el Perú, las noticias eran todas malas: los críticos escupían baba y veneno contra la novela, mi familia quería lincharme, lapidarme o desheredarme (se resignaron a esto último).
Desde entonces, Miami se convirtió en mi casa. Me hice de un modesto nombre en la televisión en español. Encontré un razonable equilibrio: escribía novelas durante el día, hacía televisión por las noches. Pagaba las cuentas gracias a la televisión, pues el dinero que ganaba con los libros era menor, aunque nunca despreciable. Publicaba novelas en España, en editoriales de prestigio, como Seix Barral y Anagrama, y hasta gané un premio literario, el Herralde, y tuve la suerte de ser amigo de dos escritores de talento portentoso, Bolaño y Fresán (en ambos casos fue Herralde quien me los presentó).
En la cumbre de la montaña, en la cresta de la ola, en el ático del rascacielos, embriagado de mí mismo, creyendo que merecía más triunfos y más glorias, más dinero de la televisión y más regalías por mis libros, cometí dos errores capitales que aún ahora lamento.
Era la estrella de CBS en español, mi programa se veía en toda América, los gringos me mimaban, me ofrecían un aumento de cincuenta por ciento en mis honorarios, pero yo, trepador, desalmado, mal agradecido, me fui a una cadena que me ofrecía el doble de lo que ganaba en CBS en español. Mi programa fracasó en esa cadena, Telemundo, y al cabo de un año cobré el contrato millonario, pero me echaron, y volví a sentir la vergüenza, el oprobio, la humillación que me invadieron cuando quebramos el periódico de derechas y cuando me despidieron a los veinte años de la televisión.
Peor todavía, después de publicar tres novelas y un libro de poesía en Anagrama, mi agente literaria me convenció, grave error, para dejar Anagrama y saltar a Planeta, que ofrecía un dinero considerable por mis tres próximas novelas: por dinero, solo por dinero, dejé Anagrama, donde Herralde me hacía jugar en su dream team, y salté, trepador, desalmado, mal agradecido, a una editorial más grande y poderosa, Planeta, que me publicó cuatro novelas, me dio un premio menor y luego me expectoró como si fuera un gargajo, una flema.
Fue así como a los dieciocho años quebré un periódico y a los veinte reventé un programa de televisión. Fue así como a los treinta y cinco años, creyéndome una estrella, salté a una televisora más grande y a una editorial más poderosa, solo para ganar más dinero, solo para fracasar miserablemente.
Aprendí entonces una lección: no conviene perseguir el dinero obsesivamente; no conviene trepar, traicionando a quienes han confiado en ti; no conviene tratar despiadadamente de ser el número uno, cuando ya eres el número siete. Después de todo, ser el número siete no está tan mal.
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