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Jaime Bayly: El puente de los candados
Barclays ha visto un candado con las iniciales “D y J” y, conmovido, devastado por una tristeza que no cede, una pena que será infinita, ha derramado un par de lágrimas furtivas
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Hace muchos años, en 1984, Barclays, diecinueve años recién cumplidos, reportero del periódico conservador “La Prensa”, viajó a Frankfurt, Bonn y Berlín, invitado oficialmente por el gobierno alemán, elegido joven talento o joven promesa, una proyección optimista que el tiempo se encargaría de desmentir.
En el vuelo de Lufthansa que despegó de Lima, hizo escala en San Juan, Puerto Rico, y aterrizó en Frankfurt, Barclays, sentado en clase ejecutiva gracias a la fina cortesía del embajador alemán, sedujo a una joven alemana sentada a su lado, quien, más por tedio que por lujuria o calentura, condescendió a besarlo y acariciarlo por debajo de las mantas y los edredones de plumas, mientras la aeronave cruzaba el océano. Llegando al aeropuerto de Frankfurt, la alemana le dijo a Barclays que había unas duchas estupendas, privadas, a bajo costo de alquiler por media hora o una hora. Acabaron duchándose juntos. Podría decirse que fue su primer conocimiento de la geografía alemana.
El guía y traductor de Barclays era un joven argentino. Listo, avispado, dotado de la proverbial picardía argentina, era guapo con insolencia, como suelen ser guapos los argentinos. Barclays no sabía todavía que podía enamorarse de un hombre: había tenido dos novias, había conquistado a la alemana del avión, se creía un auténtico Casanova de los Andes. Sin embargo, poco demoró en descubrir, recorriendo Alemania Occidental con el solícito guía, que estaba mal informado. En efecto, no tardó en enamorarse del guía, aunque, claro, no tuvo el valor de decírselo ni insinuárselo.
La agenda oficial era intensa y agotadora. Visitaban principalmente museos y edificios públicos. Entrevistaban a líderes políticos del gobierno y la oposición. Alemania se encontraba todavía dividida. En Berlín, cruzaron el severo control fronterizo, Checkpoint Charlie, que partía en dos a la ciudad con un muro ominoso manchado de sangre, y recorrieron, consternados, la parte oprimida, congelada en el tiempo, aplastada por la bota comunista. El contraste era terrible: Berlín capitalista hervía de luces y negocios florecientes, de turistas y viandantes, de comercios abiertos la noche entera, mientras Berlín comunista era una ciudad gris, triste, afantasmada, habitada por zombis, gobernada por espías y matones, vasallos de Moscú.
Tan pronto como concluía su agenda diaria, Barclays salía a caminar, ya de noche, por las calles de Frankfurt, o de Bonn, o de Berlín capitalista. Fue entonces cuando descubrió que aquellas ciudades estaban llenas de tiendas de pornografía que se mantenían abiertas toda la noche. Deslumbrado, pasaba horas en esos locales pecaminosos, concupiscentes, unos paraísos de la impudicia y del deseo que no habría podido imaginar ni en sus sueños más afiebrados. Había cabinas herméticas para ver a mujeres desnudándose y tocándose, mientras el mirón se incendiaba de calores eróticos; había espectáculos en vivo de parejas copulando en las alturas de unas hamacas gigantes, lo que parecía un acto de exhibicionismo y, al mismo tiempo, de acrobacia o equilibrismo, pues el varón y su pene en primavera podían caer sobre los fisgones debajo suyo; había toda suerte de consoladores, vibradores, muñecas eróticas inflables y adminículos a pilas para multiplicar el placer; había cabinas en las que, tras introducir unas monedas o unos billetes (la moneda era todavía el marco alemán), el sujeto recalentado podía elegir entre pornografía heterosexual, homosexual, bisexual, e incluso con animales, como perros, caballos, gallinas y hasta burros; pero no había, entre el variopinto menú de opciones, la posibilidad de tocar a una mujer de carne y hueso, solo podía contemplársela tras el vidrio tantas veces manchado por las tibias efusiones de los pornógrafos.
Barclays no era extranjero a la pornografía: siendo reportero de ese periódico conservador que lo había erigido en joven promesa o joven talento, había visto, en cines decadentes y pulgosos del centro de la ciudad, decenas de películas triple equis para adultos, saliendo a medianoche del diario, y por eso sus colegas de la redacción le decían “el vampiro de la platea”; pero aquellas tiendas alemanas, por las que paseaban hombres bien vestidos, elegantes, lo mismo que señoras altivas y orgullosas, dando la cara, sin esconderse, lo dejaron en estado de conmoción: el paraíso terrenal existía y eran esos comercios alemanes donde nadie reprimía su zona erótica, sus deseos transparentes, su identidad sexual mayoritaria, minoritaria, marginal o incluso depravada, pervertida. Desde luego, Barclays usó los honorarios que le obsequió el gobierno alemán no para comprar ropa, sino para adquirir cosas indecibles en aquellos locales de pornografía.
También se llevó una sorpresa, o varias, en los hoteles señoriales en que fue alojado por su guía y traductor argentino, el primer argentino del que se enamoró en secreto: los mini-bares estaban repletos de botellas diminutas de los mejores licores y tanto la cámara de vapor como la sauna del hotel admitían a hombres y mujeres a la vez, de modo que cuando Barclays entraba en esos recintos pequeños y abrasadores, impregnados de sudores humanos, se encontraba con mujeres desnudas, enteramente desnudas, que mostraban con naturalidad sus cuerpos, lo mismo que con hombres desnudos que se abstenían de mirar de un modo inapropiado o mañoso a las señoras o señoritas sentadas o echadas, mostrándolo todo o casi todo. Naturalmente, Barclays pasaba horas en la sauna de madera y la cámara de vapor. No hizo amigos o amantes, pero casi murió deshidratado y perdió peso. Luego salía a pasear y se metía en las tiendas eróticas. Como era de suponer, cuando volvía a su cama en el hotel, el pobre era un volcán a punto de hacer erupción. Bebía licores finos, pensaba en la alemana del avión que no quiso darle su teléfono, dormía pocas horas, celebraba estar en un país donde nadie, absolutamente nadie, lo reconocía de la televisión (se había inaugurado en la televisión un año antes, en 1983, todavía con dieciocho años).
Por ignorante, por provinciano, porque era su primer viaje a Europa, Barclays sufrió varias vergüenzas espantosas, de las que fue testigo el guía y traductor argentino. La más memorable de ellas aconteció cuando se disponían a retirarse del hotel cinco estrellas en Frankfurt, el famoso hotel de los escritores, los agentes literarios, los editores y los traductores, el Steigenberger Frankfurter Hof, en el centro de la ciudad, cerca del río Meno: el argentino pidió, con perfecto dominio de la lengua alemana, la cuenta de la habitación de Barclays, la examinó brevemente, hizo un gesto de sobresalto o estupor y le preguntó al visitante:
-¿Vos te tomaste todo el trago del mini-bar?
Sorprendido, Barclays respondió con candor tercermundista:
-No, cómo se te ocurre. He tomado algunas botellitas de whiskey, nada más.
El guía y traductor insistió:
-Pero acá nos están cobrando todo el mini-bar.
Sin malicia, Barclays preguntó, como un perfecto tarado:
-Pero ¿no son regaladas las botellitas del mini-bar?
El argentino sonrió:
-No, claro que no.
-Yo pensé que eran un souvenir turístico, un regalito del hotel -dijo Barclays.
-No, qué decís -dijo riéndose el guía y traductor-. Tenemos que pagar por cada botellita.
-Oh no -tembló Barclays.
-Y yo no puedo pagar tu consumo alcohólico, ¿entendés? Tenés que pagarlo vos, James.
-¿Es mucha plata?
El guía le dijo el monto en marcos alemanes y Barclays dio un respingo:
-No, ni hablar, es una fortuna -dijo-. No tengo tanta plata.
-¿Vos te tomaste todas las botellitas? -preguntó el guía.
-No, qué va -dijo Barclays-. Las tengo todas metidas acá, en mis maletas.
Barclays viajaba no con una, ni con dos, sino con tres pesadas maletas que le había prestado su abuelo materno.
-Si no querés que te las cobren, tenés que devolverlas -le dijo el guía, mientras los circunspectos señores de la recepción miraban a Barclays con severidad.
-Oh no, qué vergüenza -dijo Barclays.
A continuación, se puso de rodillas, abrió una maleta y sacó diez o doce botellitas de licores finos. Luego abrió una segunda maleta: estaba tan llena que se desbordaron las revistas eróticas que había comprado, con lo cual Barclays era ya un ladrón, un mañoso, un borrachín y un pornógrafo a los ojos de los recepcionistas alemanes, no digamos ya ante la mirada perpleja de su atento chaperón. Finalmente, abrió la tercera maleta, la más abultada, y al hacerlo se desplegó y se infló de pronto una muñeca erótica de goma, que dio un salto brusco y salió volando, impulsada por la corriente pérfida del aire acondicionado: voló por la recepción, se aproximó a la puerta y, ante la mirada impávida de los conserjes con sombrero del hotel Steigenberger Frankfurter Hof, salió volando por las calles de Frankfurt, mientras Barclays la perseguía, como un amante en celo perseguiría a su novia esquiva, huidiza.
Tan traumatizado quedó en dicho hotel de Frankfurt, que en los hoteles de Bonn y de Berlín no se atrevió a abrir tan siquiera el mini-bar, ni a comprar muñecas, revistas o aparatos en las tiendas eróticas cercanas, esa antesala dichosa del infierno. Por suerte, su guía argentino no era un puritano, tenía sentido del humor y celebró con grandes risotadas el ridículo memorable que hizo la joven promesa o el joven talento en la recepción del hotel en Frankfurt.
Muchos años después, tendido en la hierba del Central Park de la ciudad de Nueva York, Barclays conoció a una alemana traviesa y cachonda, que también yacía en el césped del parque, una tarde soleada de verano, y terminaron amándose en una suite del hotel Plaza.
-No te muevas -le dijo la alemana, y se sentó a horcajadas sobre él.
Luego, con una destreza asombrosa, cabalgó sobre su amante de paso, mientras él creía ver en ella a la muñeca erótica voladora de Frankfurt: por fin la había atrapado.
Muchos años después, Barclays, de vacaciones en la televisión, ha llegado a Frankfurt con su esposa y su hija (el vuelo de Lufthansa, muy cómodo, pero las colas en el aeropuerto de Frankfurt, espantosas) y se ha hospedado en el mismo hotel que visitó hace casi cuarenta años, el noble y señorial Steigenberger Frankfurter Hof, punto de encuentro de los escritores y sus agentes y editores durante la feria del libro anual de la ciudad, que se celebra en otoño. El mini-bar del hotel no constituye ya una tentación: Barclays es abstemio, no bebe una gota de alcohol. Las tiendas de pornografía no existen más, han quebrado todas, ahora esos vicios se ofrecen en el teléfono y la computadora, no hace falta salir del hotel para consumirlos, pero Barclays detesta la pornografía porque lo sume en una tristeza profunda sobre la condición humana.
Recorriendo la ciudad, caminando por el puente peatonal que cruza sobre el río Meno (el Puente de Hierro o Eiserner Steg, construido hace siglo y medio y remozado hace exactamente cien años), observando los centenares de candados que los amantes han dejado colgados en dicho puente, con sus nombres inscritos en las cerraduras como promesas incorruptibles de amor, Barclays ha visto un candado con las iniciales “D y J” y, conmovido, devastado por una tristeza que no cede, una pena que será infinita, ha derramado un par de lágrimas furtivas, sin que su esposa ni su hija lo adviertan.
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