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Jaime Bayly: Mujeres que pasan de los hombres
Jaime Bayly: Mujeres que pasan de los hombres
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Cuando los Barclays se enamoraron, James tenía cuarenta y cinco años y Sarah veintidós.
Ambos eran bisexuales. James había tenido un novio sin ocultarlo durante siete años. Todavía adolescente y en un colegio alemán, Sarah se había enamorado de su profesora austríaca, sin ser correspondida.
Tal vez porque ella misma era bisexual, Sarah no se asustó de que James tuviese un novio. Lejos de preocuparse, amó a James precisamente porque era bisexual.
Sarah venía saliendo de un novio tóxico, machista, del que estuvo enamorada cuatro años. Su novio era motociclista, corredor de olas y peleador callejero. Tenía la mala costumbre de sucumbir a ataques virulentos de celos y agredir a cualquiera que mirase con simpatía a Sarah. También tenía la mala costumbre de visitar prostíbulos y casas de masajes eróticos. Todo ello hizo que Sarah se hartase de él y lo dejase.
James también se fatigó de su novio, aunque los primeros años supo ser feliz con él. Su novio era adicto a la ropa, a la moda, a las compras, a la frivolidad. James era austero y ermitaño, detestaba salir de compras, vestía ropa vieja, ahuecada. Cuando James le dijo a su novio que se había enamorado de Sarah, este reaccionó de la peor manera, visitó las televisiones desalmadas, expulsó un vómito negro y dejó una estela hedionda de saliva, bilis y veneno.
Tan pronto como James y Sarah se enamoraron, decidieron tener un hijo que, mucho mejor, fue una hija, llamada Zarah. Nació en la ciudad del sol, en el país de la libertad, y creció en una isla paradisíaca, arropada y consentida por sus padres y sus nanas.
El amor inesperado e improbable entre los Barclays les permitió un conocimiento más profundo de sí mismos. James descubrió que todavía podía enamorarse de una mujer y amarla más de lo que había amado a sus novias y sus novios. Comprendió que la zona masculina de su identidad era más vasta y fértil de lo que había imaginado. Sarah descubrió que podía enamorarse de un hombre y amarlo más de lo que había amado a su profesora austríaca que no la correspondió, más de lo que había amado a su novio tóxico, machista y putañero. Es decir que ambos hallaron, en el cuerpo rendido del otro, en la geografía erótica del otro, unas pulsiones y unas tensiones en el propio cuerpo que, hasta entonces, ignoraban. Conquistaron, pues, islas desiertas en el ensoberbecido mar del deseo.
Desde entonces han pasado doce años, once de los cuales los Barclays han estado casados, se diría que felizmente casados.
Sin embargo, en los últimos tiempos, James Barclays ha sentido que su esposa Sarah se aleja de él, lo quiere menos, tiene otros intereses.
En los primeros años como esposos, solían conversar en la cama hasta muy tarde y hacer el amor con frecuencia. Ahora eso ya no ocurre más. Sarah prefiere no echarse en la cama al lado de su esposo: entra en la habitación con el rostro cubierto de cremas, le da un beso fugaz y se retira a su cuarto a descansar. James piensa: cuando viene a mi cama con la cara llena de cremas, es que no quiere hacer el amor: prefiere su minucioso cuidado facial a nuestra gimnasia erótica acaso ya predecible.
El otro día, mientras James cenaba frugalmente en la cocina, después de su programa de televisión, Sarah empezó a pasar un trapeador por el piso de la cocina, estalló en un ataque de furia y culpó a James de que estuviesen sin empleadas. Antes tenían dos empleadas domésticas: una cubana y una peruana. Pero la peruana volvió a Lima y no le renovaron la visa de trabajo en el consulado americano, de modo que no pudo regresar a Miami, donde viven los Barclays. Y la cubana ha viajado a Boston a pasar un mes con su hija, que acaba de parir a un bebé. Sarah piensa que James no debe pagarle ese mes a la empleada cubana y, limpiando el piso de la cocina, se lo dice en tono airado. James guarda silencio. No se siente culpable de que la empleada cubana haya viajado a asistir a su hija en el parto. Le parece que sería demasiado severo penalizarla, dejando de pagarle un mes. Cuando Sarah ha estallado en ese ataque de cólera contra la empleada cubana y contra su marido que come claras de huevo con caviar, James ha pensado: ya no me quiere como antes, ahora estas pequeñas cosas la irritan y la predisponen contra mí.
Aquella noche, mientras James hacía su programa de televisión, Sarah salió a cenar con sus mejores amigas: una española y una colombiana. Las ha conocido en el gimnasio, se ven en el gimnasio todos los días. La española es joven, muy linda, muy masculina, abiertamente lesbiana, y adora a Sarah, la hace reír. La colombiana estuvo casada, es muy guapa, muy espiritual, tiene tres hijos y también es abiertamente lesbiana y adora a Sarah, la hace reír. Las tres salen a cenar muy a menudo. James las conoce y las quiere. La española le parece admirable por su coraje, su honestidad, su rara belleza masculina. La colombiana le parece admirable por atreverse a ser lesbiana tras un matrimonio fallido y ya con hijos. James no se siente amenazado por ellas. Las quiere de veras. Ve con simpatía que su esposa las tenga como mejores, íntimas amigas. Pero a veces se pregunta si no existe el riesgo de que la española lesbiana se enamore de Sarah y despierte o encienda la zona masculina de Sarah, o que la colombiana lesbiana se enamore de Sarah y sea correspondida. Es un peligro real, latente. Las dos mejores amigas de mi esposa son lesbianas, mi esposa es bisexual, en cualquier momento podrían enamorarse sin grandes traumas, naturalmente, como fluyen las cosas del deseo y del amor. Y si eso ocurre, piensa James, todo estará bien: siempre he creído que el amor es un bien inasible sometido a la oferta y la demanda, a la libre competencia, y no puedo seducir a mi esposa desde su zona masculina, una zona o una sensibilidad que al parecer se activa en el gimnasio, rodeada de mujeres que pasan de los hombres.
Mientras Sarah limpia furiosa la cocina, James piensa: antes, cuando ella salía a comer, me traía algo del restaurante, una empanada, una pechuga de pollo, unos enrollados japoneses de queso y salmón, pero ahora no me ha traído nada, ya no me trae nada del restaurante: ¿será que, cuando está con sus amigas lesbianas, ya no piensa en mí, y pasa de mí, y se olvida de traerme comida? ¿O será que está harta de hacerme huevos cocidos todas las tardes, porque estamos sin empleadas domésticas? En cualquier caso, Sarah está molesta y James permanece en silencio, preocupado, haciéndose preguntas. Se pregunta, por ejemplo: Si Sarah se enamora de una de sus amigas lesbianas, ¿podríamos vivir todos juntos en esta casa, o tendría que irme a otra casa? No lo sabe, le da cierto vértigo pensarlo.
El fin de semana llegan de visita las hijas mayores de James Barclays: Camille desde Washington y Paula desde Nueva York. Salen a cenar en la isla paradisíaca, toman el té a media tarde en casa de James y Sarah, Paula dice que tiene ilusión de vivir unos años en Londres, Camille dice que solo estaría dispuesta a casarse después de cumplir treinta y cinco años y firmar una separación de bienes con el novio. Entonces James les dice a sus hijas mayores que él y Sarah firmaron un acuerdo prenupcial, en virtud del cual, si se divorcian, James no tendría que cederle la mitad de su patrimonio a Sarah. Cuando las hijas de James se retiran a dormir, Sarah, enojada, le dice a James que es un tarado, un estúpido, que no debió decirles que habían firmado un acuerdo prenupcial. James dice: Pero eso te deja bien a ti, porque revela que me quieres de verdad, que no te has casado por dinero. Sarah está molesta y no se le pasa rápido. Ya se le pasará cuando haga gimnasia con sus amigas lesbianas, cuando salga a comer con ellas, cuando tome vino con ellas, piensa James, que no toma vino, no toma nada de alcohol, porque sufre de desorden bipolar y toma unas pastillas que riñen con el alcohol.
Todavía hacen el amor de vez en cuando, y en esas raras ocasiones James siente que sigue amando a Sarah. Tal vez se aman más cuando viajan, cuando están en Londres o en París, en Nueva York o en Los Ángeles. Durante esos viajes, Sarah deja de ir al gimnasio, deja de ver a sus amigas lesbianas, aunque se mandan mensajes y fotos todo el tiempo, y quizás por eso se acerca a James. Pero, de regreso en la isla, James siente que su esposa vuelve con ilusión al gimnasio, al vino tinto, a las cremas caras y a sus amigas que pasan de los hombres. No puedo competir con ellas, sus amigas lesbianas, tatuadas, piensa James: sus zonas masculinas superan ampliamente a mi diezmada, esmirriada zona masculina. Si Sarah me deja, viviré solo y me retiraré por completo de los juegos peligrosos del deseo, la seducción y el amor, piensa James. Y la apoyaré sin reservas para que sea feliz con una mujer, si eso está en su destino.
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