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Jaime Bayly: Regalos navideños

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Mi madre Dorita llegó desde Lima con una maleta llena de regalos para nosotros, a saber: centenares de galletas de salvado, pastillas de chocolate La Ibérica, películas piratas de Polvos Rosados, camisetas azules extralargas marca Secretos que se adhieren suavemente a la piel, granadillas y lúcumas no declaradas en aduanas, galletas Pícaras y Morochas, elíxir mágico para prevenir la calvicie del doctor Stucchi, trufas artesanales de chocolate de Paloma Bernales Wiesse (deliciosas), ejemplares del diario El Comercio, revistas Cosas y Caras hurtadas del avión, salero y mantequillero también del avión, treinta frascos de plástico de mermelada de sauco birlados del salón VIP del aeropuerto de Lima, un edredón de plumas de Lan clase ejecutiva que por confusión se introdujo en su maletín de mano, libros de Aldo Mariátegui (buenísimo), Hugo Coya (muy bueno) y Juan Luis Cipriani (sin comentarios), una cadena de plata con un crucifijo que era de mi padre, panetones Wong, una chirimoya machucada que manchó el libro de Cipriani, justo ese.

Dorita también trajo regalos navideños de mis hermanos Fernando y Julián y de mi hermana Carolina, envueltos amorosamente en papel de regalo, con tarjetas alusivas al destinatario del obsequio. Se nos dijo que debíamos abrirlos cuando llegase la Navidad, no antes, y los pusimos en una esquina de la sala, a falta de un pino decorado con los debidos ornamentos, que de momento no habíamos comprado por falta de fondos.

–¿Y por qué Manuel no ha mandado regalos? –pregunté, sorprendido, porque era el más acaudalado de mis hermanos y el que me hacía los regalos más caros y lujosos.

–Porque dice que tú no le regalaste nada en su santo- dijo Dorita.

Me quedé en silencio: mi memoria estaba tan venida a menos que no recordaba lo que hice o no hice en abril. Silvia, mi esposa, confirmó que saludamos a Manuel por correo electrónico, pero no nos ocupamos de hacerle llegar ni medio regalo:

–Tú, como siempre, un desastre –sentenció.

–Y es que Manuel vino para tus cincuenta años y te trajo una maleta llena de regalos –añadió Dorita.

–Te regaló perfumes Creed, corbatas Hermès, ropas de baño francesas, un Rolex…-enumeró mi esposa.

–¿El Rolex que vendí?–pregunté.

–Sí, ese mismo –dijo Silvia, y Dorita me miró con ojos de amorosa reprobación, y yo solo atiné a decirle:

–Es que en el canal me han bajado el sueldo.

Dorita me miró con ternura y dijo:

–Porque eres un pelotudo.

Nos reímos. Me encantaba que mi madre se liberase de las formalidades y dijese palabras vulgares. Y a ella le hacía mucho bien decir lisuras y palabrotas, pues se reía como una niña y se veía más linda.

De inmediato le escribí un correo a Manuel:

–Mis sentidas disculpas por no enviarte regalos por tus cuarenta y dos años. Te los haré llegar con Mamá.

Subí a mi clóset, elegí un saco italiano carísimo que ya me quedaba muy ajustado, unos zapatos italianos que casi no había usado, tres corbatas muy esporádicamente exhibidas en televisión, y metí todo en un bolsón y le dije a Dorita:

–Llévale esto a Manuel y dile que todo está nuevo.

Silvia me reprendió:

–No seas tacaño, no puedes regalarle ropa usada.

–No está usada, está impecable, solo le falta la etiqueta –me defendí.Pero Dorita miró la planta de los zapatos y, al verla gastada, se rio y me dijo:

–Mejor le llevo el saco y las corbatas, no estos zapatos que huelen a pezuña.

–Y ahora mismo voy a comprarle el perfume Creed que tanto le gusta –anuncié.

Pero al llegar a la farmacia me dijeron que ese perfume costaba trescientos ochenta dólares y un ramalazo frío tensó mi espalda, me paralizó y me previno de gastar tanto dinero.

–Usurero –le dije al farmacéutico–. Con esa plata contrato en Lima a un enano para que me eche perfume en los huevos y luego me los abanique todas las noches.

El dependiente no se rio y guardó la loción.

Llegando a la casa, tuve una idea luminosa: hurgar entre los muchos discos y libros que me habían dejado de regalo en el programa de televisión, tratando de reciclarlos en regalos para mis siete hermanos, comenzando por los dos que me habían mandado obsequios tan generosamente, Fernando y Julián, siguiendo por Manuel, el magnate solterón, y terminando en los que no vinieron a la fiesta por mis cincuenta años ni se hicieron presentes con mínimos obsequios navideños: Adrián, Ignacio, Jorge y Antonio. Tenía decenas de discos y libros, me aseguré de romper las páginas de aquellos libros dedicados a mí por sus autores, y elegí los siguientes regalos navideños, ahorrándome un gasto sustancial y quedando como un caballero que regalaba incluso a quienes me pasaban por alto: para Adrián, el libro "La dictadura en Bolivia del siglo XXI" y un disco de Los Tigres del Norte, "A ti, madrecita"; para Ignacio, el libro "Despierta tu héroe interior" y un disco de Diego Verdaguer, "Mexicano hasta las pampas"; para Jorge, el libro "Sin querer queriendo", las memorias del fallecido Chespirito, y el disco "Cuba sí, Yanquis qué", de Virulo; para el ricachón Manuel, el libro "1369 preguntas sobre sexo: todo lo que necesitas saber", y el disco "21 días" de Marta Sánchez; para el financista Antonio, "¿Eres un ludópata?" y el último disco de Alberto Plaza, "30 años". A los que me habían mandado regalos, o sea Fernando y Julián, les regalé por partida doble, en señal de gratitud: a Fernando, los libros "La dieta mental" y "50 ideas para ahorrar agua y energía", y discos de José José y Luis Enrique; y a Julián, los libros "Gamofobia: miedo al matrimonio" y "Venciendo la impotencia", y discos de Gloria Trevi y Chino y Nacho.

–Genial –pensé–. No he gastado un céntimo y todos salieron bien regalados. Soy el más listo de la familia, y también el más educado.

Me faltaban, sin embargo, los regalos para mi madre Dorita y mi hermana Carolina. Tuve una idea brillante para complacer a Dorita y, a la vez, no gastar dinero:

–Mamá querida, mi mejor regalo sería ir a misa contigo.

Y así fue: fuimos a misa de mediodía, me confesé, lloré dramáticamente como una quinceañera embarazada, comulgué y, acabada la misa, recé el rosario con Dorita.

–Ha sido el mejor regalo que podías darme –me dijo ella, saliendo del templo, tras echarme agua bendita en la frente–. Solo falta que bautices a Zoecita.

–Dejemos eso para la próxima Navidad –gané tiempo.

A mi hermana Carolina le regalé una cartera y un pañuelo de seda que hurté del clóset de mi esposa, sin que ella se diera cuenta.

–Te compramos estas cositas en París –le mentí, y ella pareció creerme, aunque luego olió el pañuelo y tal vez sospechó que ya había tenido dueña–. Son finísimas. Me costaron un ojo de la cara.

Pero Carolina me miró con cierta desconfianza, tal vez porque los regalos no tenían etiquetas que acreditasen su condición de nuevos, tal vez porque ya sabía que yo era un avaro mitómano.

Solo faltaban mis hijas Camelia y Paulina, residentes en Nueva York. A Camelia le envié un libro que me regalaron en el canal: "Cómo conseguir trabajo cuando terminas la universidad". A Paulina le dediqué un libro que también me había obsequiado uno de mis invitados al programa: "Padres tóxicos: qué hacer con ellos". Luego se me ocurrió algo que me pareció brillante: enviarles una bufanda negra de cachemira que me regaló mi ex esposa Casandra por mi cumpleaños, una prenda que Silvia y Dorita me exigían que tirase a la basura, alegando que debía estar impregnada de malas vibraciones o era parte de un conjuro para hacerme daño. Como la bufanda era realmente grande, la corté en dos y ambas partes las metí en sobres separados, junto con los libros de autoayuda para mis hijas.

–Soy un genio –me dije–. No he gastado nada en regalos.

Solo faltaba mi esposa. Me acerqué a ella, la abracé y le susurré al oído:

–Mi regalo de Navidad serán mil besos donde tú quieras.

Silvia respondió:

–¿Mil besos? La verdad, prefiero mil dólares.