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Una nueva convivencia
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Ocurrió lo que se temía: la pandemia llegó a las comunidades indígenas amazónicas. Donde se moría por mercurio, malaria y dengue, hoy también se muere por COVID-19.
No hubo muralla verde. Pese al aislamiento comunitario, el virus llegó con el reparto sin precaución de víveres por parte de municipios e iglesias, con retornantes, con trabajadores extractivos, y con la necesidad de salir para no morir de inanición.
Defensoría, entidades de DD.HH. y organizaciones indígenas lo advertían desde marzo. La falta de servicios básicos, el acceso precario a la salud, la inseguridad alimentaria por degradación ambiental, la desnutrición y la pobreza elevaban el riesgo de un impacto desproporcionado. Ser indígena en el Perú es estar en un permanente estado de abandono, exclusión y discriminación.
La esperanza está en el plan de intervención del Ministerio de Salud y que se produzca sobre la marcha una reingeniería del Ministerio de Cultura. Este ha mostrado incapacidad de articular una política intercultural efectiva. A la inestabilidad del sector (nueve ministros desde 2016, seis durante Vizcarra) se suman carencias estructurales de equipo, atribuciones y presupuesto. El reto los ha desbordado. No han podido responder oportunamente a necesidades básicas como información en lenguas originarias o brindar asistencia técnica a gobiernos regionales y locales. Menos trabajar conjuntamente con las organizaciones indígenas para encontrar soluciones.
Poco antes de morir por el virus, Silvio Valles, primer alcalde shipibo-konibo, dejó un mensaje en el Facebook del Municipio de Masisea (Ucayali): “Tenemos que aprender todos de esta pandemia, aprender que no se puede relegar más a los pueblos indígenas”. Con 500 años de tardanza, esa sería una verdadera nueva convivencia.
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