Una educación de calidad debe centrarse en los estudiantes, lo que implica que cada decisión dentro de un colegio o sistema educativo se tome para beneficiar su desarrollo. Esta afirmación, aunque aparenta ser sencilla, en la práctica puede ser más difícil de aplicar de lo que parece. No se trata solo de cumplir con planes y métodos de enseñanza, sino de asegurarse de que el aprendizaje tenga un impacto real y significativo en los estudiantes, permitiéndoles aplicar lo aprendido en diversos contextos.
Además, no siempre reconocemos el potencial que tienen los estudiantes para apropiarse de su propio proceso de aprendizaje. Cuando les damos la oportunidad de establecer sus propios objetivos y metas, así como de elegir cómo evidenciar su aprendizaje, podemos sorprendernos con los resultados que logran gracias a este empoderamiento. La autonomía en el logro de sus aprendizajes fomenta un sentido de responsabilidad que beneficia a cada estudiante.
El rol del profesor debe transformarse en el de guía del aprendizaje, quien los encamina en el uso de metodologías activas. Esto implica un cambio de enfoque: pasar de un modelo centrado en la enseñanza a uno centrado en el aprendizaje. En lugar de asegurarnos de que el maestro cumpla con sus responsabilidades de "enseñar", debemos centrarnos en lo que cada estudiante necesita hacer para alcanzar sus objetivos de aprendizaje.
Impulsar una educación centrada en el estudiante no solo mejora los logros de aprendizaje, sino que también empodera a los estudiantes para que se conviertan en protagonistas de su propio proceso educativo y logren ir más allá de lo que podemos imaginar.