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Teoría versus realidad: Lo que debemos enfrentar

"En poco más de dos décadas, el sector ha pasado de exportar 645 millones de dólares en el año 2000 a superar los 11,500 millones en 2024".

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"La competitividad debe ser nuestra mayor fortaleza, y para ello hay que atender retos estructurales".
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La agroexportación peruana tiene una historia de éxito que merece ser contada. En poco más de dos décadas, el sector ha pasado de exportar 645 millones de dólares en el año 2000 a superar los 11,500 millones en 2024. Este crecimiento no ha sido fortuito, sino el resultado de condiciones agroecológicas favorables, la apertura comercial, la inversión en tecnología y un marco normativo que promovió la formalización y el empleo. Sin embargo, la estabilidad de este avance está en juego, y el Perú debe actuar con rapidez y pragmatismo para no perder lo ganado.

El panorama global es desafiante. La administración Trump en Estados Unidos podría subir aranceles, poniendo en jaque nuestras exportaciones agrícolas. Aunque el TLC con EE.UU. nos ha dado ventajas, cualquier cambio en las reglas del juego puede impactar directamente a productos estrella como la uva, la palta, los espárragos y el arándano. ¿Nos beneficiaremos de un desvío de comercio si otros pierden competitividad o veremos cómo nuestros competidores reciben ventajas que nos dejan rezagados? Lo cierto es que depender de un solo mercado es un riesgo. Diversificar no es una alternativa, es una obligación.

Asia se perfila como una alternativa clave. China, nuestro mayor socio comercial, demanda crecientemente productos agrícolas, y el nuevo megapuerto de Chancay facilitará el acceso a ese mercado reduciendo costos logísticos. Japón y Corea del Sur, con un alto interés en alimentos saludables y sostenibles, así como los países del bloque ANSEAN, son también destinos potenciales.

Pero no basta con abrir mercados. La competitividad debe ser nuestra mayor fortaleza, y para ello hay que atender retos estructurales. La falta de infraestructura en carreteras, energía y sistemas de riego limita la productividad, especialmente en la sierra y la selva. La informalidad y la falta de seguridad jurídica siguen siendo una barrera para el acceso al financiamiento y la adopción de tecnología.

Aquí es donde la nueva ley de promoción agraria en debate en el Congreso adquiere relevancia. Su enfoque no se limita a beneficios tributarios para las grandes agroexportadoras, sino que también incluye incentivos para los pequeños productores organizados, promoviendo su formalización, acceso a mercados, tecnología y financiamiento. Algunos la critican porque implica menores ingresos fiscales en el corto plazo, en un contexto de déficit fiscal apremiante. En teoría, suena razonable. Pero en la práctica, ¿qué sentido tiene frenar un modelo que ha funcionado? ¿Quién puede decir que ya hemos hecho suficiente y con base en qué? Más aún cuando la agroexportación empieza a expandirse a regiones vulnerables en sierra y selva, donde hay agua, tierras y un clima privilegiado para producir.

Si la preocupación por el déficit fiscal es real, el debate debería centrarse en reducir el gasto ineficiente: menos burocracia, menos programas que no funcionan, más inversión en lo que genera empleo y desarrollo. La inversión en infraestructura, combinada con incentivos adecuados, permitirá que más agricultores se integren en las cadenas de valor y contribuyan a la expansión del sector. Si no actuamos con pragmatismo ahora, otros países ocuparán nuestro lugar. La oportunidad está frente a nosotros, ¿nos quedamos en el debate teórico o tomamos decisiones para afrontar la realidad? 

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