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Kiko Ledgard en el balcón

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Fecha Actualización
Jaime Bayly,La columna de Baylyhttp://goo.gl/jeHNR

Yo tenía veinticinco años y cien mil dólares en el banco y un carro de ministro (tu carro de ministro, así lo llamaba un amigo de entonces) y un buen trabajo en la televisión. Tenía éxito, todo el éxito que podía tenerse en la televisión de ese país. Hacía lo que me daba la gana y me pagaban bien. Lo normal, lo inteligente, lo lógico hubiese sido cuidar ese trabajo, seguir ahorrando, comprarme el departamento que alquilaba, renovar el contrato con ese canal o aceptar la oferta de la competencia y seguir disfrutando del éxito. Pero yo no estaba disfrutándolo. Tenía éxito y no me permitía disfrutarlo. Mi cabeza me lo impedía, mi cabeza conspiraba activamente contra el disfrute del éxito. Me decía que ese trabajo era fácil, frívolo, poca cosa. Me decía que tenía que retirarme del circo chusco de la televisión y escribir una novela. Cualquier persona sensata, en sus cabales, hubiera preservado su trabajo bien pagado y quizá en sus ratos libres intentado escribir la novela. Yo no fui sensato, no es algo que me sale con facilidad. Lo que está en mis genes es la locura, el radicalismo, la exageración, la ruleta rusa, todo o nada. Tenía todo a mi favor para hacer una carrera en la felicidad y me salí bruscamente del camino. Se terminó el contrato, me negué a renovarlo, rechacé la oferta de la competencia, vendí mi carro de ministro, devolví el departamento alquilado y me fui al otro lado del mar con la determinación de invertir mis cien mil dólares en la novela que quería escribir. Esos cien mil dólares duraron dos años y medio. Me los gasté escribiendo la novela al otro lado del mar. Terminé la novela y la publicaron gracias a la generosidad de Vargas Llosa y me pagaron mil dólares a la firma del contrato. Tenía la novela, mil dólares y una hija. Necesitaba un trabajo. Tuve que volver a Lima y pedirle trabajo a Manuel Delgado Parker. Se portó como un gran caballero. Me prestó diez mil dólares (no sé si aún se los debo), me dio un programa en su canal y puso cierto orden en el caos que era mi vida. Gracias, Manuel. Tanto nadar para volver a la misma playa de la que habías querido escapar. ¿No hubiera sido más sensato quedarme en ese canal, seguir ahorrando, no gastarme toda la plata en el exilio literario? Seguro que sí. Pero mi visión romántica, exaltada de las cosas me exigía dedicación absoluta al arte, aun si eso me llevaba a la ruina económica. Fue la primera vez que me lo jugué todo por el sueño de contar una historia en papel impreso, en lengua española. No me contentaba con ser el comedido bufón de la televisión, yo quería ser un escritor rabioso, atrabiliario, sin compasión. Yo quería ser como Vargas Llosa, aunque a veces también quería ser como Kiko Ledgard. Ambos habían triunfado en España, ambos eran celebridades, pero yo tenía miedo de que si seguía los pasos de Kiko acabaría cayéndome también del balcón, terminaría lisiado como estaba ya Kiko cuando lo entrevisté en televisión poco antes de su muerte, y yo no quería ser el más gracioso si por hacer una pirueta final en la cornisa perdería el equilibrio y caería al vacío y la prensa haría fotos de mi cerebro machucado.

Yo tenía treinta y cinco años y no sé cuánto dinero en el banco y un contrato millonario con un canal de televisión cuando me despidieron por primera vez en mi vida. Me habían despedido del colegio (por escaparme), me habían despedido de la universidad (por ausentarme y sacar cero en los exámenes), me habían despedido de una cama (por pretender unos favores sexuales excesivos), pero nunca, hasta entonces, me habían despedido de un trabajo. Pude haber pensado: ahora invertiré todo lo que he ahorrado en los últimos diez años en cultivar mi carrera de escritor. Pero no fue eso lo que pensé. Pensé: mi carrera como hombre de televisión (me resisto a decir como periodista, tampoco quisiera decir como payaso, sería mucho decir como comediante, digamos como hombre de televisión) no puede terminar así, con un despido indecoroso. No es un final digno. Tengo que hacer un programa nuevo y tener éxito y ya luego quizás retirarme. Por eso regresé a mi país y me inventé un programa y tuve éxito, tanto éxito que al cabo de medio año me despidieron por desavenencias políticas. Ya no era tan fácil despreciar el dinero de la televisión y entregarme al sueño de contar una historia, otra más, en papel impreso, en lengua española. Lo había intentado varias veces y venía siendo evidente que esa operación no dejaba mucho dinero. Crudamente: lo que me pagaban por un libro podía ganarlo en un mes en la televisión, y los libros demoraban un par de años, solo un loco le haría ascos a la televisión y se condenaría a la pobreza escribiendo libros mal pagados y peor leídos. Pero yo había sido bastante loco para quemar mis naves a los veinticinco años y podía ser bastante loco de nuevo para quemar mis naves a los treinta y siete años, hace exactamente diez, cuando decidí retirarme de la televisión, alquilar una casa modesta en esta isla y gastar todos mis ahorros en escribir unas novelas urgentes, quemantes. Tenía treinta siete años, dos hijas, novias, novios, novelas fallidas, un par de premios, algo de plata en el banco (tampoco tanta) y estaba harto de salir en televisión. Durante tres años, tres años enteros, invertí todos mis ahorros en escribir una novela, dos novelas, tres novelas. Me di el lujo de alejarme de la televisión y batir mi record personal de dos años y medio fuera del circo, logrando imponer mi mejor marca de todos los tiempos: tres años completos viviendo (y bien, perezosamente, viajando) como escritor. Cuando se me terminó la plata, tuve que volver a la televisión de Lima, de Buenos Aires, de Miami, de Bogotá, a todas las televisiones posibles para ahorrar un dinerito para la vejez, el retiro. Ya estaba claro que la plata no llegaría con los libros, había que ganarla despiadadamente en la televisión, viajando cada semana, viviendo (y escribiendo) en un avión (escribí dos novelas enteramente en vuelos nocturnos de un punto a otro de la geografía americana). Fueron años de gran bonanza económica, tres o cuatro, pero, a la vez, de gradual decaimiento de la salud y el ánimo. Pude ahorrar algo de plata, comprar una casita aquí y otra allá, acomodarme. Pensé que habíamos llegado al final del camino: todo estaba en orden, tenía un programa en la televisión, me pagaban bien, ya no tenía que viajar, mis hijas vivían cerca de mí, todo estaba bien, parecía en equilibrio, lo sensato era quedarme allí tranquilo, preservar el orden, cuidar el trabajo bien pagado, no meterme en líos, no dinamitar la casa en la que vivía. Una vez más, no supe ser prudente, no pude ser sensato, no encontré la manera de ser conservador, atinado, juicioso. Era demasiado aburrido quedarme allí, en ese lugar tranquilo y feliz, supongo. Mi sentido de la aventura me pedía un número de riesgos: riesgos políticos (ser candidato presidencial), riesgos sentimentales (enamorarme de una chica que parecía mi hija: ya que no puedes escribir Lolita, acuéstate con ella), riesgos económicos (pelearme con el dueño del canal y hacer que me despida). La realidad del escritor mediocre parecía demasiado confortable, había que destruir todo eso en nombre de una utopía: el amor, la transgresión, el escándalo, el hijo hombre que no fue, la novela apasionada que no pudiste escribir y entonces te resignaste a vivir. Es el gran peligro de no escribir: uno termina viviendo sus ficciones, uno termina siendo un personaje más importante que los de sus novelas. El escritor fracasado, el escritor que no escribe o no sabe ganarse la vida como escritor, se consuela amargamente soñando con tener éxito en otros oficios subalternos, por ejemplo como político conspirador o comedido bufón o analista político inflamado. Es lo que me pasó a mí, ciertamente, es el peligro de no escribir y meterse a vivir una novela que, sin embargo, está ocurriendo, es real, hace daño, lastima a los que están a tu lado: eso que tú crees que son diálogos para una novela atrabiliaria son, en realidad, las voces de las personas cuyo espíritu estás saqueando, vampirizando. Da igual: comienza un año y seguimos en las mismas: qué linda sería la vida si pudiera ganar con la novela que estoy escribiendo lo mismo que gano en la televisión, pero no, no puedo, no sé hacerlo, he fracasado quince veces en ese empeño obstinado y ya estoy muy viejo para engañarme: mis libros dejan poco dinero (no por eso dejaré de escribirlos) y, en cambio, por hablar en la televisión me pagan, de momento, más o menos bien (aunque ambas cifras, por la crisis, y por mi decadencia, tienden a encogerse: lo que ahora me pagan por una novela es la cuarta parte de lo que me pagaban hace diez años, y lo que me paga la televisión es la tercera parte de lo que ganaba hace cuatro años). Y así se me va pasando la vida: siento que no puedo retirarme todavía porque este año debo escribir una novela mejor, hacer un programa mejor, y esa idea, la de llegar a un lugar mejor con los libros o la televisión, me exige, en nombre de la utopía, de la novela ideal, del programa ideal, seguir haciendo las mismas cosas de toda la vida, unas cosas que, no nos engañemos, ya a nadie le importan, pero que yo sigo haciendo como si fuesen supremamente importantes, que ilusión tan conveniente para mí.