Si algo sobra en el país es odio. Eso y varios miles de venezolanos de mal vivir que han tomado el país por asalto, exacerbando las iras e intolerancias más primitivas. La furia se extiende hacia una presidenta banal e inoperativa que, con extraño entusiasmo, hace méritos por el título de la persona más odiada del país.
Antes de que llegaran los extranjeros, los peruanos nos robábamos educadamente entre nosotros. Lo hacíamos con la compostura que nos distingue desde que fuéramos capital del virreynato.
Alejandro Toledo Manrique, expresidente del Perú, fue uno de los últimos cleptómanos que elegimos como gobernante. Él supuso, según los cánones disfuncionales de nuestra tradición política, que el cargo incluía el derecho a coima, además de trago y putas.
Al momento de ser sentenciado a 20 años de cárcel, Toledo voltea la cara hacia el fiscal y le dice concha tu madre con la misma habitualidad de quien mete el auto en un cruce. El odio como acto silvestre.
Entre enajenados los discursos de odio brotan como hongos. Los temas que los motivan —raza, género, condición social e identidad sexual, principalmente— nos dicen de la poca cosa que somos como especie, a pesar de una evolución aparentemente inútil.
Las posibilidades de anonimato y masividad que las redes sociales ofrecen a nuestra pequeñez son el catalizador perfecto entre bilis, ignorancia y cobardía. El difunto Javier Marías lo dijo de manera más contundente: Internet ha permitido la imbecilidad organizada.
Lo delicado del discurso de odio es que se mueve entre la delgada línea roja de la libertad de expresión. Si bien no hay un consenso único para demarcarlo, el discurso de odio es como la definición de la pornografía: cuando lo ves, sabes de qué se trata.
Puede darse una expresión inflamatoria y a veces ofensiva —mea culpa, periodismo de opinión—, pero que evita la incitación o deseo de un acto violento. No hay otro llamado a la accion que no sea el del pensamiento; casi arar en el mar.
En cambio, cuando se manifiesta una emoción intensa de enemistad que, además, apuesta por la violencia, ya se incurre en la definición que existe acerca de la materia.
Hay un listado de ofensas habituales: misóginos contra mujeres, privilegiados contra indefensos, infelices contra felices, y así ad infinitum. Estacionalmente, suele sumarse una dicotomía menor, pero igual de inflamable: animalistas contra toreros.
Hace poco un toro cogió al peruano Andrés Roca Rey, provocándole una herida de 15 centímetros, la extensión de un iPhone. Mientras aún le cosían la herida, en las redes ya corrían los mensajes venenosos. Breve selección:
@Indignados_P
Andrés Roca Rey recibe lo que merece. Torero está grave y con pronóstico reservado. Excelente servicio del toro.
@Viktoradical
Por “amor al arte” ojalá le amputen la pierna al señor llamado Andrés Roca Rey. En la yugular era, torito, a la otra no falles.
@HarryPotHe4d
Cada que cae un torero corneado, se celebra y hay un grito interno de felicidad. La concha de tu madre, Roca Rey, quédate en el suelo.
Etcétera. Respetando la idiotez organizada, estos discursos hay que mirarlos tal como se mira un abismo: con vacío y distancia. A pesar de ello, es inevitable cotejar la reunión de incoherencia en estado puro.
Creer virtud salvar la vida de los toros de lidia supone la desaparición de su especie. El toro bravo destroza corrales, necesita espacio, no es negocio. El día que acaben las corridas, mucho falta, se acaban los toros bravos. La suma, cero.
Toda carne animal que se come muere brutalmente en un camal. El pollo a la brasa es un pollo muerto. No muere de eutanasia. Lo decapitan o electrocutan en serie para su posterior disfrute con todas las salsas.
La tauromaquia expone la muerte de una manera escandalosa, inclusive pretenciosa, pues pretende hacer arte con el trance final de un animal, añadiéndole riesgo de muerte humana. Una actividad anacrónica y cuestionable, además de insensata, pero definitivamente honesta en sus consecuencias. Todo lo contrario a lo que acostumbra el fingimiento y la doble moral de la sociedad civilizada.
Una paradoja: Si con todos sus cuestionamientos la fiesta taurina aún existe es porque se nutre de la inconsistencia e hipocresía de una sociedad pacata y que celebra el pensamiento infantil. En un mundo estupidizado por la corrección política y el postureo moral, asomarse al vértigo de alguien dispuesto a jugarse la vida por lo que hace —darle una muerte honorable a un animal— es una oportunidad en extinción. La imbecilidad, en cambio, sobreabunda.